Todas las entradas de: Marixa

¡ADIÓS MUNDO IDIOTA!

Nueva novela, 2023

¿Qué ocurre cuando una mañana decides suicidarte y lo consigues a medias? ¿Qué hace el destino cuando sacas a pasear al perro y te encuentras con un suicida? ¿Qué cambios das a tu vida para que sea una epifanía?
Esta historia es la de un grupo de personas que quedan conectados por un suceso que es un prodigio, que les unirá haciendo que todo a su alrededor cambie.
Altea ya no será la misma.
Alguna coincidencia con la realidad es pura casualidad, pero si quieres, puedes venir e ir descubriendo los lugares, los que existen y los que quedan por revelar.

¿Qué voy a decir de algo que hice con ilusión? pues que es un libro para entretener, para ver que se puede cambiar y siempre a mejor. Es una aventura que ocurre en mí pueblo, Altea, dónde lo mágico se hace cotidiano y no para dejar de serlo, más bien acompañar la vida de estos personajes.

Empieza con una consecuencia, una de las muchas que da la soledad, y ocurre un prodigio de todo inesperado; continúa con un empuje, un saltar barreras y desde ahí, todo corre y les hace cambiar y sobre todo, dejan de estar solos para unirse en algo que será grande, muy grande.

Lo podéis encontrar en la librería BOU, al lado de la Casa de Cultura, aquí en Altea y si estás cerca puedes animarte a venir a la presentación que será el día 1 de diciembre a las 19,30 h. en el Pepos Café, en Tapó de la Llimera, 1, también aquí, en el pueblo. Estaremos encantados si venís.

También se vende en Amazon, en dos versiones, papel o Kindle, en éste formato se puede leer algún capítulo inicial. Os dejo la dirección por si estáis interesados, si clicáis en la imagen os lleva a la web.

https://www.amazon.es/%C2%A1ADI%C3%93S-MUNDO-IDIOTA-Marixa-Gil/dp/B0CFCJ693L

LEYENDO PERSONAS (ya nació)

Y los relatos, se agruparon, releyeron y se hicieron libro.

Leyendo Personas es un recopilatorio de treinta y tres relatos con historias de vida. Las protagonistas son mujeres a las que he “leído” mientras me tomaba un café. Algunas son un poco inquietantes, la lucha siempre lo es, pero a pesar de las adversidades, todas tienen el empuje, la fuerza, todas intentan salir adelante. Son poderosas las mujeres.

Se puede adquirir en el modo que más te guste. Muchas gracias.

El jardín del Edén.

Recuerdo los días en que pasaba por delante de una verja. Esquivaba algunas puntas que se rompieron y como cuchillos marcaban los brazos o rasgaban las ropas de los despistados. Nunca me apeteció entrar en el solar baldío, lleno como estaba de escombros, sin mayor estética que la de un abandono.

Un día antes de navidad, alguien puso unas telas roídas, dejó de interesarme el hueco. Alguien había ido rematando los rotos y ya no parecía un invernadero del temido Tétanos.

Pasó el triste invierno y en la primavera, el caminó se iluminó de olor, aquel espacio, ahora protegido, empezaba a ser un deseo.

Una tarde, antes de las tres, busqué un hueco por donde colarme. La entrada cerrada con un alambre no daba invitaciones, me costó, me rasgué, le vi los ojos al veneno, pero no me importaba nada, mi saliva siempre tuvo poderes curativos, mientras me cantará el “Curita Sana”

Allí, al otro lado, reventando por la explosión… miles de flores alfombraban un espacio donde las viejas vigas y los ladrillos rotos habían pasado a ser parte del jardín del Edén entre basuras. Nunca supe quien lo hizo, ni si se hizo solo, como un enfado al abandono.

Esa tarde el colegio estaba detrás de una verja oxidada, desconocida aula, sin más maestro que el olor; la bronca del ciego, al día siguiente, estaba asegurada.

3 CUENTOS SOBRE LA FELICIDAD EN EDAD TEMPRANA.

Voy a escribir un cuento para niños…
Título: LA FELICIDAD ESTABA EN EL INTERIOR 1.0
Erase una vez un niño que abrió los ojos. Vio lo que había a su alrededor… el sudor de su padre, las bragas de su madre, la ley o el cielo contaminado… Sintió miedo y se murió.
Fin.

Voy a escribir un cuento para niños…
Título: LA FELICIDAD ESTABA EN EL INTERIOR 1.1
Erase una vez un niño que no abrió los ojos. No vio lo que había a su alrededor… el candor de su padre, las ganas de su madre, la leyenda o el cielo iluminado… Sintió miedo y se despertó.
Fin.

Voy a escribir un cuento para niños…
Título: LA FELICIDAD ESTABA EN EL INTERIOR 1.2
Erase una vez un montón de niños, que no abrieron los ojos. No vieron lo que había a su alrededor… el candor de todos los padres, menos uno, aquel que sudaba: las ganas de las madres que tenían bragas, la leyenda de las leyes o el cielo iluminado, casi de color naranja por la contaminación… Sintieron miedo y unos despertaron; no todos tuvieron a bien, los más revolucionarios ya estaban muertos antes de nacer.
Fin.

LA SUERTE QUE TENÍA

No se dio cuenta de la suerte que tenía hasta que la fue poniendo en una estantería.
Salía temprano a trabajar y por el camino encontraba un amigo que perdía la sonrisa a cada paso que daba; él la recogía con cuidado, se la guardaba y al pasar por la panadería la dejaba salir. El panadero que se enamoraba cada mañana, cosas del olor del pan recién hecho, la recogía con gusto y no podía menos que agradecer el regalo con un caliente bollo. Se lo daba bien envuelto en un pedazo de tela limpia que se mantenía doblado en su bolsillo hasta acabar en la estantería.
Cada retal era en sí un pedazo de suerte, una suerte regalada por una sonrisa encontrada.
Podría ser que en la fábrica hubiera un triste que antes de fichar ya estaba llorando sus desgracias; un trozo de tela con olor a pan secaba cualquier pena. Otro día era la esquina puntiaguda que limpiaba el exceso de carmín de la secretaria, que nunca era una mancha, solo era un exaltamiento del contento de esta por agradar al jefe, al contable, al peón, siempre queriendo agradar y daban igual los excesos, para eso estaba el paño.
A veces se daba el caso de acabar rojo sangre de un mozalbete que en sus correrías había tenido un percance.
Todas estas suertes acababan en la estantería y contaban las historias más sencillas y a la vez más hermosas.
Los doblaba con cuidado y allí los posaba, dándoles a cada uno un número. Tenía también un pequeño cuadernillo que engordaba cada día con las hojas pardas que sobraban de las piezas que trabajaba y que cuidadosamente cosía y cosía, teniendo ya un grueso volumen que contenía la descripción exacta de cada instante en que se había utilizado el pequeño trozo de tela.
La descripción podía ser del momento en que se había calentado, ahí, guardado en su bolsillo, con el calor de una emoción cualquiera; podía tener bien claro cuándo había perdido la identidad de su olor natural, el del pan recién horneado y había pasado a adquirir el de aquel que se había servido de él. Describía las huellas precisas, la mota de polvo quitada de un ojo bello de un compañero despistado, ese que nunca se protegía porque no era cosa de hombres. La gota de sangre que le hacía ser un poco familia del muchacho, aquel con ese olor a jabón de madre que se va perdiendo a medida que el mundo te atrapa.
El amor, el sudor, la pena, la sangre, el pan, todo esto estaba hilado en aquellos pedazos de telas.
¡Qué buena colección tenía!
Un día se levantó y no tenía que volver a la fábrica. No iba a recibir su sonrisa, ni el bollo de pan envuelto en la impoluta tela. La congoja más grande se encontró, una desconocida hasta entonces. La miró durante días y la odió con todas sus fuerzas. La congoja es mala y traicionera, te engaña siempre que puede, y acecha detrás de cada contratiempo.
Leía sus notas sobre la historia de las telas, las miraba, las doblaba y las volvía a doblar, y no pudo más.
Se le ocurrió unirlas y hacer una buena cuerda con ellas. La usó y encontró la libertad que olía a sonrisa recién horneada, y él mismo acabó envuelto en una tela impoluta.

ENTENDIENDO A LAS PLANTAS

Imaginé a las plantas de mi balcón hablando de mí, y no a mis espaldas, lo hacían descaradamente a la cara ¿Y cómo lo sé?
Un día caminando por uno de esos caminos de la sorpresa, uno por el que te metes sin pensar y coincide que reconoces el sol o las cuatro nubes que lo bailan y ese muro te suena familiar, y sigues caminando porque tropezaste con una piedra que te hubiese dado las gracias de haber hablado; ellas, las piedras, aman el roce, es por esto que muchas se ponen en el centro de los caminos para que las toques. Tengo entendido que les da puntos frente a otras piedras y que en el futuro serán las que los arqueólogos toquen en primer lugar. A más roces con ellas, más posibilidades de acabar en un museo, incluso salir en televisión.
El camino se hace angosto, como una cintura estrecha, con algunos árboles que también son lo que son, chismosos, y muchas plantas de distintos tipos.
Dicen que todos los caminos conducen a Roma, pero es falso, hay centenares, miles, de caminos que no conducen a ninguna parte en concreto, que solo son vías que alguien hizo, incluso poniendo solo sus pies ahí por una única vez y esa vez, el caminante se siente seguro, pero no es cosa suya, las plantas, las piedras, colaboran para que esto ocurra.
Hay algo con lo que la propia naturaleza no cuenta, nunca lo calcula cuando ve un caminante. Lo ve, se emociona y lanza mensajes de apartarse y todos corren al mandato porque les encanta que por ahí pasen los humanos, aunque sea uno despistado; no cuentan con que hay un momento en que te gusta parar y sentarte en alguna piedra prominente, o un tronco medio limpio, o quizás en el mismo suelo acolchado por hierbas varias que no den la sensación de que te quieren comer.
Me senté en lo que pude, un buen pedrusco de cabeza plana y limpia.
Estaba en lo que se está cuando caminas por un camino de estos, observando y pensando, y no en lo mío, porque algo tiene el campo que te hace pensar en lo otro, que lo mío siempre está rondando, sea en la ciudad o la playa. En el campo una piensa en lo que observa. En la vida de los viejos árboles que siendo como lo del vaso medio lleno o medio vacío, una piensa en que dan sombra o quitan luz, y ellos ahí perennes, viviendo a cámara lenta el devenir de los días. También pienso en las plantas y el modo que tienen de ir ocupando el espacio.
Hay algunas que se lo montan solas, sin otras compañeras alrededor y otras que se mezclan apoyándose unas con otras, diría que casi es algo erótico en el mundo de la botánica, poco estudiado por otra parte.
Estaba mirando un resquicio por el que el sol entraba de rayo y todo parecía más vivo que por los alrededores, y no sé cómo empecé a escuchar.
Qué raro, pensé que les había escuchado, lo volví a pensar y lo deseé con fuerza, ya sabes, esa forma de desear con muchas ganas y que solo tiene dos caminos, se cumple o no se cumple el deseo, pero que al ser con fuerza tienen más probabilidades de cumplirse y se cumplió. Las escuchaba perfectamente.
Hablaban de mí haciendo conjeturas, que si era muy fea, que si vieja, que si con unas hojas lobuladas estaría mejor… lo que más me molestó es que no paraban de hacer ruidos desagradables, todo para indicar lo mal que olía.
Había una especialmente desagradable, con un tono de voz muy agudo y molesto. No paraba de insultar, a mí y a los que tenía alrededor. Me agaché a ver quién era y cuando la localicé le quité un par de hojas, me las llevé a la nariz y también hice un gesto de asco. La pobre no olía nada mal, al contrario, tenía un agradable perfume y me enternecí, le pedí perdón por haberle quitado las hojas y le dije que para mí ella olía estupendamente.
Me levanté y en voz alta me excusé de lo mal que olía, del poco cuidado que tenía al caminar y de todo aquello que les hubiese podido hacer en detrimento de su condición.
Una que parecía muy salvaje, así como espigada, me hizo un gesto de esos que de tener mano hubiera sido una peineta. Quizás esto no lo vi, solo lo imaginé.
Sé que las plantas en general están muy enfadadas por el poco respeto que les tenemos, ni se valoran, ni se les tiene en estima. Somos capaces de llamarles “malas hierbas” o de encerrarlas en macetas y no digo nada cuando nos las comemos con esa alegría… Llegará un día que todos sientan que las plantas también son “personas” más que nada porque tienen personalidad y desde luego, hablan.
El lenguaje de las plantas es, no es castellano, ni francés, o chino, las plantas hablan con tonos inaudibles para nosotros, y creo que se entienden entre ellas porque hay una red que les une, que por mucho que estén dispersas la tierra les sirve de antena o algo así.
Me fui caminando despacio, mirando al suelo cada vez que ponía el pie y pidiendo perdón todo el rato. Casi agradecí pisar la brea del suelo.
En la carretera iba calibrando todo lo que había escuchado, nada bueno, ni tampoco algo que nos diese una solución. Ellas esperan su momento y llegará, lo cubrirán todo. Los árboles, a pesar de sus proporciones, son menos valorados que las plantas pequeñas, pero también tienen su parcela de poder; creen que su lenguaje está más perfeccionado, porque con las raíces cubren más espacio.
Lo de que nos las comamos les sienta muy mal, ellas no se comen a nadie y crecen igualmente y creen, a ciencia cierta, la de ellas, que el día en que nosotros, los humanos y los animales, empecemos a vivir del sol, del agua y como mucho de la tierra, entonces, solo entonces, seremos dignos de llamarnos naturales y ser parte de la naturaleza misma.
Estoy en el balcón y las escucho. Estas pobres que están secuestradas por mí, se han vuelto cotillas, han aprendido muchas de nuestras costumbres, aunque las entienden muy mal o simplemente no las comprenden. No les he dicho que les percibo en su hablar, pero sé cuándo quieren agua y cuando me he pasado, que no les gusta que esté fría y que las flores que dan son de obligado cumplimiento, que de ser por ellas no lo harían.
“Así, verde, es la vida” dicen de forma habitual, y también que huelo mal…

EL CALLEJÓN DEL OLVIDO

EL CALLEJÓN DEL OLVIDO
No tenía este nombre porque hubiese acontecido un hecho en la antigüedad, era así renombrado por ser esta la realidad de este reducto infecto.
Estaba situado al norte de la población, un lugar donde ni siquiera el verano era capaz de calmar las humedades que lo decoraban, siempre hacía un frío que se te enganchaba al cuerpo y por mucho que quisieras no te lo quitabas de encima hasta bien pasadas unas horas, después de haberte tomado algo caliente o unos vasos de alcohol cualquiera y desde luego, a una milla de ahí.
Recibía este nombre desde el interior de las familias, y estaba prohibido acercarse, ningún muchacho del lugar dejaba que le tentase la hombría el pasar por este lugar, daba igual que alguien te propusiese demostrar la valentía o quedar como un gallina, se quedaban gallinas para siempre porque allí no se podía entrar.
Para hacer un callejón se necesita un par de edificaciones a los lados, aquí las había y no eran especialmente ruinosas; dos viviendas con vecinos normales, gente obrera de la que a veces tenían que ir al auxilio social a por comida o cuando tenían trabajo lo era de sobra y podían organizar fiestas callejeras intempestivas, con bailes y cantos hasta altas horas, pero siempre sin entrar en el callejón.
Las pocas ventanas que daban a él estaban cegadas, nadie las abría jamás y nada había colgado de las cuerdas que, en algún tiempo servían como tendederos de ropa, aquí la ropa se ponía ruinosa, cogiendo un olor a humedad y putrefacción que nadie soportaba.
El callejón del Olvido era un lugar a respetar. No se podía decir que nadie lo utilizase, porque sí se hacía, pero eran personas comidas por la necesidad, por una imperiosa necesidad.
El nombre dado no podía ser más real y cierto, allí se producían casos de verdadero olvido.
Hubo un tiempo en que este lugar era punto de encuentro para los amantes, ahí se escondías de las miradas curiosas y tenían relaciones sexuales sin mayor problema ya que no era recto, tenía cierta forma angular y un par de columnas de la finca de la izquierda que le daba buen cobijo a los que ahí se metían. Muchachos que hacían novillos y llegaban a esconderse en él, gente que vendía cosas ilegales… Incluso una vieja moto destartalada que un vecino dejó con la idea de arreglarla cuando tuviese unas perras.
En esta época no olía tan mal, aunque la humedad ya estaba pendiente de cualquier cosa seca que apareciese, el sol, ni se acercaba a las doce, que es cuando casi nada se puede escapar de su luz.
Un día, al anochecer, llegó la Juana que había quedado con el Manuel. Juana era una muchacha hermosa, por ser joven y estar fresca, y él era un buen chico del barrio, uno que ya empezaba a trabajar y que se veía a sí mismo en la lejanía como un fontanero afamado.
Ella entró rápida, sin mirar atrás, mejor así para no levantar sospechas. Lo buscó en el punto dónde no hacía mucho ya habían sellado el amor “de para siempre” que tiene la juventud. Lo vio apoyado en la pared, casi caído. Gritó y corrió a pedir ayuda a los vecinos. Nadie salió, nadie la escuchó o no quisieron escucharle. Zarandeó al hombre que, borracho, dormitaba en la esquina, no se inmutó. Regresó sobre sus pasos para ver si por el otro lado alguien podía ayudar y vio correr calle abajo a los vendedores de droga.
Como pudo, a rastras, sacó al hombre y comprobó que ya estaba muerto. Una cuchillada le había atravesado el corazón. Los gritos de la muchacha se escucharon en todo el barrio y sin remedio los vecinos bajaron a ver el sucedido.
La policía preguntó a Juana si había visto algo y quien estaba en el lugar en esos momentos. No pudo recordar nada, ni siquiera sabía cómo se llamaba, el lugar dónde estaba o quien era el fallecido. Pasaron los días y de Juana nada más se supo, algunos decían que deambulaba de un lado a otro con la mirada perdida, sin rumbo y que la familia estaba pensando si era posible meterla en algún centro para locos.
Parecía que la historia de estos dos amantes se había terminado cuando otro cadáver apareció en el mismo lugar, esta vez era el borracho que lo venía frecuentando como parada antes de llegar a su casa. La persona que lo encontró, un obrero que se metía por el callejón para acortar el camino a casa, ya no trabajó más, tampoco recordaba nada, ni quien era, o a qué se dedicaba. La policía no daba crédito.
Los vendedores de droga dejaron de ir, demasiados curiosos a la entrada o la salida, demasiados que tampoco se atrevían a cruzar de un lado a otro. Los vecinos, aquellos que sus ventanas daban a este lugar, se quejaban de los malos olores y unos ruidos extraños que por las noches no les dejaban dormir. Uno cerró, otro tapió, y el paso quedo oscuro para siempre.
El hijo del panadero, por llegar a tiempo al horno, pasó, al salir se encontraba en un estado lamentable. Llevaban días buscándole, y por lo que parecía había estado ahí dentro, sin saber encontrar la salida. No se recuperó, si bien hacía lo que se le mandaba no era el mismo, carecía de la más mínima emoción.
El callejón empezó a ser llamado “del Olvido” Las madres prohibieron a sus hijos el paso y hasta se pidió al ayuntamiento su cierre, cosa que no sucedió porque no estaba previsto que las tonterías de los vecinos fuesen a cargo de las arcas públicas.
La gente ni siquiera pasaba cerca, se cruzaban de calle; tanto miedo le cogieron al lugar que la idea de aparcar ahí el coche y así cerrar la entrada fue truncada porque rara era la semana que no salía una persona que había querido ver, o conocer, o lo mismo sentir lo que les pasó a los otros y la encontraban hecha un pingajo, como un fantasma mudo, uno que no era capaz de decir lo que había visto o sentido en este maldito lugar.
Al principio todos se alejaron, queriendo no saber, como si así el agujero negro que tenían cerca se fuese a terminar; la gente seguía pasando, entrando como personas, saliendo sin memoria y sin sentimientos.
Cada vez había más personas que entraban al callejón, casi todos por la noche, con lo que para acallar las quejas de los vecinos se colocó un policía municipal, uno que prohibiese la entrada. Fue inútil, él también entró y salió como un muerto en vida más. Ahora se podía ver una procesión de personas entrando y saliendo así.
La ciudad se convirtió en un centro de gentes sin luz, tristes, personas sin memoria de lo que eran, lo que hacían o a la familia que pertenecían. Deambulaban por todas partes, sin rumbo, y como no recordaban que tenían que comer o beber, iban muriendo.
Pocos quedaban sanos y por mucho que quisieran no podían ni pensar en el callejón del Olvido, porque les entraba unas ganas irrefrenables de ir allí y cruzar.
La madre se quedó callada, miro a todos a la cara y les dijo: Ahora ya sabéis porqué no quiero que ninguno vaya por ese callejón ¿lo tenéis claro?
Todos los chiquillos, con los ojos muy abiertos, muertos de miedo, juraron y perjuraron que jamás cruzarían por ese callejón. No solo era el hijo de la Juana, también los primos, los vecinos. Una vez al año, justo cuando el verano acaba, la mujer cuenta a los niños la misma historia y nunca, ninguno de ellos, tuvo la valentía de cruzar por ese lugar. A la mañana siguiente, cuando iban camino al colegio, miraban a los adultos y tenían claro que era una historia verdadera. Esas gentes mayores, con aquellas caras, no podían ser menos que muertos vivientes.

AQUELLA CARA…

Aquella cara…
Me costó mucho decidirme y en silencio comencé a preguntarle por sus rasgos.
No pareció entenderme, creo que estaba absorto en otras cosas, a lo mejor en algo de mí o de la luna, o quizás le gustasen las sombras que se reflejaban en la pared de la habitación y que parecían no ser, no pertenecer a nadie, porque iban solas de acá para allá, haciendo piruetas o bailes más que de salón.
Le pregunté por las arrugas, pero no por las predominantes, esas que sobresalen cuando sonríe; le preguntaba por las pequeñas, las que casi pasan desapercibidas. Me dijo que las pequeñas, las arrugas, pugnaban por ser cicatrices para tener algo más de prestancia, pero que, en el fondo, solo eran instantes de momentos pasados que había que recordar.
Aquella cara…
Tenía una frente amplia. No era de esas que se crecen con el tiempo, cuando el pelo se va retirando del mundo y deja que la vista tenga más apertura de campo. Era una frente poderosa, estiraba la piel como nadie lo hacía, en algunos momentos parecía que se iba a romper, que se resquebrajaría de un momento a otro, quizás por las inclemencias del tiempo, o solo ante una duda cualquiera, una sencilla duda, inocente.
Le tocaba la frente como quien toca un huevo de un pájaro que acaba de morir y no hay más, este era el último de su especie a no ser por ese huevo que tocas con la yema del índice esperando que te transmita algo.
Lo que más me gusta es su entrecejo.
El entrecejo es la parte de las cejas dónde poner la respiración. Comienzas amablemente por un lado poblado de alborotados pelos, pareciese que, a pesar de lo que dicen todos, no son las alas de las caras. Y esto lo sé porque lo he tocado, tocado a la vez que visto y oído. Son brazos. Los brazos del que baila, con esa manera que tienen de confundir, que no son alas, son potentes apéndices que vienen a ser el cobijo de una madre. Esos pelillos revoltosos, marcando las diferencias entre lo que podría ser una decencia y un delito. Y se repiten tras la respiración del entrecejo y guardan los ojos, esos grandes pozos que se llenan o vacían según las inclemencias de la vida.
Aquellos ojos…
Los ojos no los podía tocar. Tendían a cerrarse si me acercaba demasiado. Jugaban al despiste pareciendo los dos iguales, pero no lo eran. Estoy segura de que cuando llegaba mi mano a su cercanía se ponían a hablar, de sus cosas, de mis cosas, de las cosas de ninguno que flotan en el aire para ir aprendiendo a amoldarse a las miradas, sobre todo a las furtivas.
Amaba el pestañeo. Aquí podría decir algo tonto como “aleteo” pero no lo parecía, porque sus pestañas eran manos que aplaudían lo que el ojo, sí, el ojo, independientemente uno del otro. Aplaudían lo que veían. El derecho buscaba lo interesante, lo peculiar, mientras que el izquierdo sostenía el roce hasta el cansancio, como no queriendo aplaudir nada. A veces me parecía que la piel de los párpados era de seda salvaje y que en cualquier momento una ráfaga de aire, provocada por mi roce, podría hacerla volar, con las pestañas como plumones desesperados, los que parece se agarren a los lugares dónde se posan, como si pesasen mucho.
Le tocaba las pestañas con cuidado. Sé que sonaban, como un instrumento musical, las pestañas sonaban, cada una con su nota diferente, melódicamente, solo esperando el ritmo causado por el roce. Una vez las soplé, solo por ver qué pasaba. Se enredaron unas con otras. Es costoso desenredar pestañas que no quieren ser desenredadas.
La nariz era napoleónica, merecía un sombrero. Quizás era un embellecimiento de un antiguo faraón del viejo Egipto, y en ocasiones dudé de que fuese un esperpento geográfico escapado de algún mapa infantil hecho con papel maché.
Daba vueltas y más vueltas por ella, subiendo a la cima, imaginando que ponía allí mi bandera por ser única y primera en llegar a lo más alto, para después precipitarme al vacío de una comisura labial bien formada. La nariz no era un impedimento, era una barrera geológica de la caricia, un choque con las estructuras que sostenían unos pasajes suaves a cada lado y que debajo podías tener una playa o un bosque.
Aquellos labios…
Estos, los labios, eran un infierno. No sabía por dónde empezar, si por la palabra o por las esquinas.
¡Dios! Cómo me gustaban sus labios, tan llenos de vida, tan útiles a la hora de descansar en ellos; me parecían un exquisito filete de ternera roja, o un fruto salvaje de esos que no se sabe nombrar y que podría haber estado en el paraíso y entonces las manzanas no serían el problema.
Aquí me perdía en la locura. Pasaba mi pulgar, descansaban tres de ellos, o dos, y se abrían hacía los lados, lentamente, como no queriendo que esta poesía se terminase y entonces, entonces sonreías, y a mí se me volvía loca la vida y no podía más. Me costaba dejarlos para continuar el camino.
Luego, con las dos manos, recogía la barbilla en un intento de guardar estas sensaciones para quedármelas, para siempre, por siempre, quería tener tu cara en la mía, y sentir el olor que tienen los poros, el aroma de las pestañas al viento, el frescor de las cimas y en su caso la humedad de los huecos.
Y las arrugas todas parecían los mil ríos del Amazonas, secos en la alegría, húmedos en el amor.
Aquella cara, tu cara, pasaba a ser de mi propiedad porque la había absorbido toda entre mis manos.