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El jardín del Edén.

Recuerdo los días en que pasaba por delante de una verja. Esquivaba algunas puntas que se rompieron y como cuchillos marcaban los brazos o rasgaban las ropas de los despistados. Nunca me apeteció entrar en el solar baldío, lleno como estaba de escombros, sin mayor estética que la de un abandono.

Un día antes de navidad, alguien puso unas telas roídas, dejó de interesarme el hueco. Alguien había ido rematando los rotos y ya no parecía un invernadero del temido Tétanos.

Pasó el triste invierno y en la primavera, el caminó se iluminó de olor, aquel espacio, ahora protegido, empezaba a ser un deseo.

Una tarde, antes de las tres, busqué un hueco por donde colarme. La entrada cerrada con un alambre no daba invitaciones, me costó, me rasgué, le vi los ojos al veneno, pero no me importaba nada, mi saliva siempre tuvo poderes curativos, mientras me cantará el “Curita Sana”

Allí, al otro lado, reventando por la explosión… miles de flores alfombraban un espacio donde las viejas vigas y los ladrillos rotos habían pasado a ser parte del jardín del Edén entre basuras. Nunca supe quien lo hizo, ni si se hizo solo, como un enfado al abandono.

Esa tarde el colegio estaba detrás de una verja oxidada, desconocida aula, sin más maestro que el olor; la bronca del ciego, al día siguiente, estaba asegurada.

¡NO MIRAR!

Entró, y cuando miró, los ojos se le hicieron añicos. Caían las esquirlas de cornea; pensaba que no era justo.
Estúpido cartel para humanos desobedientes.
No mirar.
¿Quién deja de hacerlo si lee eso? No mirar, no mirar y preguntarse ¿el qué? Entonces, miras y no es normal que los ojos estallen, todo lo más, podría darse el caso de que pasase como aquella vez que tocó y no perdió los dedos, solo obtuvo un reconocimiento médico por la electrocución.
Uno de los parpados se le había quedado enganchado entre los pelos de la barba, lo notaba húmedo y viscoso. Sacó un pañuelo y se limpió.
Intentaba recordar lo visto, pero la imagen que le venía a la cabeza era la suya propia. El rabillo del ojo le aplastaba el sentido, había girado por completo.

Un regalo me hicieron.

Cinco palabras me dan, son un regalo. Solo cinco y ni una más, vaya dádiva.

Con cinco puedo decirte en la uno que te amo, en la dos que te quiero y así me sobran tres si ando romántica.

Si te odio puedo no decirte nada, y me sobra el obsequio, que para despreciar con no hablar es más que suficiente.

Me dieron cinco y me pregunto porque no me dan más, si tengo tanto que decir y con tan pocas palabras no me podré expresar.

Las palabras no son las que me hubiesen gustado, pero soy educada y con solo una puedo quedar bien, gracias.

Hay trucos y podría multiplicarlas, o quizás utilizar las cinco que fuesen una, y en sinónimos me he de perder en el dicho, para decir lo mismo en usando una.

No quiero gastarlas, así que me las guardo; voy a ver si las puedo plantar, que lo mismo si las riego se me multiplican.

El gato mudo.

SOLO ELLA LO SABE, QUE ES MÍSTICA Y LIBRERA.

Nadie sabe cómo llegó hasta ese lugar, ni siquiera dando explicaciones de esas que parecen tan entendibles y que en este caso, se notaba a la legua, que era una página en blanco al inicio de un libro. Es por esto que le llamarón Cortesía, porque era blanca y risueña, y siempre estaba dispuesta a presentar todo aquello que le rodeaba; lo contaba de tantas maneras bonitas que dejaba a todos impactados y luego nunca sabían cual escoger.

Ella apareció en ese momento que dicen “dado” y lo dicen porque así es, un momento de muchas caras y más expresiones, con dedicatoria principal, una que sorteaba las camas, las mesas y se quedaba con la fina línea de los estantes. El lugar es el que es, un pequeño gran espacio donde se resguardan de las inclemencias los libros. Su padre podía haber sido una enciclopedia y su madre un diccionario; dos que se mezclaron una tarde de cuestiones y dudas con ganas de ser resueltas y se resolvieron de la mejor manera, pasando página y llegando con los índices a lo que realmente querían.

Vida cierta tuvo, la que parece real porque en estando blanca te van llenando de palabras que significan algo. Te cuentan que además de estar impresas te las tienes que imprimir muy dentro y que luego te premian por esto. La premiaron y se fue de viaje al país donde no usaban letras.

Sin darse cuenta Cortesía se quedó, una noche y un día, encerrada en la casa del Libro Familiar y allí sigue. Nadie sabe cómo llegó hasta este lugar, porque lo suyo hubiese sido volar o correr por los cielos, nadar entre las personas o escalar hombres de películas. Allí se despertó y a la que quiso andar se hizo el suelo a ladrillos de tomos con tapas de colores sienas tostados; las paredes, que en un principio ni siquiera lo eran, se fueron conformando a base del relleno de los pegamentos que unen los lomos y las dobleces del cartón. En amarillos se quedó el tacto, con emblemas y ventanas.

Ella se movía como una lagartija por todas partes, mirando, tocando, investigando y sorbiendo cada letra que por la puerta pasaba, que ellas, las letras, se habían enterado del mejor lugar para estar.

Las gentes se acercaban para verla. Al principio la cosa funcionó bien; movía un dedo y aparecía un marca páginas, si era una rodilla se desplegaba un mapa, y si el brazo entero un libro rodaba por el suelo saliendo de ninguna parte. El local se estaba llenando de libros y de las vidas que hay en los libros y de las vivencias que se descubren y que con gusto Cortesía te dejaba ver.

No sabía cómo, pero allí estaba ella en su librería, escupiendo libros con cada movimiento y recibiendo gentes de todas partes que deseaban uno de esos ejemplares.

Hubo más cortesías por el mundo, amigas de los que escriben historias y de la gente de bien; escupidores de tomos y hasta revistas, tan sabios que los que se acercan sienten que ese es el lugar donde mejor están.

{Dedicado a Librería Molist de Coruña. Amiga mía.}

Me gustaba…

Lo que más me gustaba de él era que todo parecía diferente… escuchaba con la boca, acariciaba con la lengua y veía por las orejas. Todo, todo era excepcional. A veces cuando volvíamos a casa después de una noche larga y luminosa, vomitaba las drogas sobre la acera, antes de entrar, como si fuese un ritual, y luego en la cama, en la cama las echaba de menos. No era capaz de ascender al cielo sin ayuda.
Era una persona llena de rituales, los tenía por todas partes, incluso algunos, esos que siempre sobran, andaban por los cajones, o en las viejas cajas de zapatos que servían de contenedores, y que nos producían risa al pensar que jamás podrían ser continentes en el mar.
Un ritual era la expresión. Servía para animar una conversación o caminar por una ruta perdida, cosa que hacíamos solo en el otoño. ¡Cómo le gustaba el otoño! pensaba que todo el año debería ser así, tener ese aspecto donde se retira lo muerto y aparece el esqueleto. Él se pensaba un ser esqueleto, porque todo lo daba, todo lo mostraba.
Estuvo quieto un momento, escuchó sacando ligeramente la lengua, quería acariciar una música lejana que andaba perdida; la quería para sí, pero no se podía quedar con ella, estiró mucho las manos, tanto que comenzó a andar con ellas y en un arranque de viento, desapareció. No volví a verlo nunca más, ni siquiera cuando mis ojos se posaban en los contenidos de sus continentes de cartón y se iban desplazando hacía los lados, aprendiendo a ver con las orejas.
Mil años viví en su recuerdo, perdí los míos propios, mi fisionomía empezó a cambiar, ya no era yo, era él y solo deseaba despertar y ver un otoño cualquiera para poner mis manos en el suelo y empezar a volar.

UN “ALGO” PEQUEÑO PARA ACOMPAÑAR EN LA COCINA

A veces aparece un vermú por los instantes más insospechados. Suele ser antes de las comidas, incuso en la preparación salta el deseo y miras de reojo al que tienes al lado, sabiendo, sabiendo que sabe lo que ambos deseáis justo en ese momento en que ya todo empieza a navegar por sartenes y cazuelas.

Es posible que en las prisas no se tenga a mano más que las buenas aceitunas y las pequeñas espadas de madera qué, a su lado, siempre las miran amenazantes. Los deseos se cumplen y unos deciden sacar la copa bonita y volcar en ella aquello que pareciese bendición. A veces lo vemos orando, que es un vino bueno; otras uno de trazas italianas haciendo gestos con el aroma. Emocionadas las copas se dejan llenar y los palillos causan furor entre las aceitunas.

Si es posible, es probable que a mano se tengan unos langostinos. Se tienen. Puede que sean lisos, calvos o rayados, sean como sean langostinos son y como esto solo es un aperitivo, valer, valen.

Escogidos quedan, solo uno por cabeza, que no es venda de ojos, solo un disloque al paladar que exige algo denso antes de que la bebida disimulada nos alegre el trabajo.

Se lavan, se les corta la cabeza, cual reina mala; pelamos las colas y lo ponemos todo junto en una sartencilla. Un chorrito de aceite, unos diamantes de sal, con perlas de pimienta que se añaden y en esas que la vuelta damos. Blancas se ponen y las cabezas más rojas si pueden; con un tenedor aplastamos las cabezas para sacarles los pensamientos, que como no piensan sueltan un jugo que se mezcla con el buen hacer del aceite y antes de que se nos pongan tontos lo bañamos con algún alcohol de esos que por la cocina rondan… un blanco, un coñac a quemar, un vermút. Junto pega un “chuf” y sin dejar de agitar la sartén hacemos girar las colas. Todo esto se hace en no más de cinco minutos, es pues una carrera al disimulo.

Preparamos una cama de… tosta, pan… y bien puede custodiar un aire de lechuga verde sin más.

Acompáñese de compañía y un santo vino o el cardenal vermú. Qué aproveche este aperitivo disimulado.

(Truco: Las colas preparadas quedan con fuerte sabor, pero no por esto dejaré que la salsita, casi crema hecha se pierda. Froto el pan que hace cama, o las colas… lo que bien se pueda)