EL PINTOR Y LA LUNA (cuento infantil)

Miraba confusa, la niña, al pintor que mezclaba los churretones de colores en el plato.

.- Tengo sed.

Y con algo de sorpresa la miró, tomó un papel blanco y le pintó un vaso de agua azulada. Se lo ofreció pensando que la niña se daría cuenta de que él, solo era un pintor.

Antes de que pudiese hacer nada la pequeña se había tragado el papel, el vaso y la azul agua.

.- Tengo hambre.

Volvió a tomar un trozo de papel y estampó un círculo plano, como si fuese un plato, dentro pintó una papa roja, y se lo pasó sonriente.

Se la acercó y la olió. Tendió el pedazo de pliego y le dijo:

.- Está cruda, la quiero asada.

Frunció el entrecejo, esta niña no le iba a dejar pintar. La sombreó bien, recién salida del horno, incluso tenía retazos de sal y un poco de humo.

Ahora agitaba el papel, lo soplaba ligeramente. Había acertado, la papa estaba bien guisada. La sonrisa se recortó cuando vio a la chiquilla tragarse el papel, el plato y la papa.

.- Niña, eso no se come.

Siguió mezclando colores y dispuesto estaba a empezar con su lienzo cuando de nuevo la cría le pidió algo más.

.- Píntame la luna.

.- Y no te la comerás?

.- No.

Se esforzó, tomó un lienzo grande. Pintó el suelo, el cielo, la luna y una estrella que brillaba cercana. Le gustó mucho como le estaba quedando, pero aun así le preguntó a la niña si era de su gusto.

.- Sigue.

Y se esforzó más.

Tenía una bella noche, apacible, caliente, con una gran luna y una estrella brillante.

Cuando se quiso dar cuenta la niña no estaba sentada a su lado, ahora se despedía desde dentro de aquella pintura.

No salía de su asombro, pero tampoco le invadían las preguntas, era como si siempre hubiese pensado que existe la posibilidad de hacer real la pintura, tanto que se podía comer y beber, incluso irse hacía alguna estrella.

Se pintó así mismo debajo, con el brillo en la cara y un brazo agarrando el hilo invisible que hace ascender a las niñas a la luna.

Nunca más nadie la vio. Miraban el hermoso cuadro de la estrella y sentían que estaban viendo la vida misma.

Roiot, los mil soles.

 

Es la primera en la que me fijé, y es que la tengo a la vista, justo enfrente. Fue verla y enamorarme de ella, que antes ni siquiera me había molestado a ver el tipo de hoja que tiene, o esas flores que parecen ojos de lo que miran.

Es una planta descubierta, así que tendrá su buen nombre en latín, pero ahora sé que se llama Roiot, quizás no se escriba así, es que no sé pero me da que estas plantas no tienen escritura al modo que la conocemos, son más dados a ir dejando señales que dicen cosas.

Roiot, tiene singularidades dentro del mundo del arbusto, aunque no lo es del todo, pero a ella le gusta pensar que sí.

Quise hacerle un montón de preguntas, nunca me había pasado esto de poder ver y entender a las plantas, pero no quiso darme conversación, me instó a seguir “viendo” maravillas, cosa que no he dejado de hacer.

En un momento dado soltó una frase larga, dijo algo así como que nosotros, los animales tiesos, tenemos la idea de que somos diferentes unos de otros, pero que a ellas les parecíamos una panda de repetidos muy aburridos. Que las plantas podían distinguirnos, sobre todo, por el mal olor que desprendemos y que por mucho que nos pongamos perfumes no conseguíamos disimularlo. Comentó de pasada que cada tipo de planta, incluso los árboles, tenían un carácter que les hacía ser especiales, cada una de ellas a pesar de multiplicarse en réplicas eran portadoras de distintos atributos. En su caso eran conocidas, las Roiot, como portadoras del respeto, aunque a veces rozaban la impertinencia. Y dicho esto dejó de hablarme.

Es muy bella esta planta, si pudieseis ver el juego de luces que producen los rayos del sol cuando la atraviesa, os maravillaría.

 

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MINIMUN MUNDO

Introducción.

Había leído sobre la importancia de los golpes en la cabeza, una de esas cosas que van desde la pérdida de la memoria, el habla o la visión, a no pasar de tener un bulto de bonitos colores que con el tiempo se cura.

Caminaba en despiste transitorio por el paseo, no era de esperar que aquella rama me fuese a caer encima precisamente a mí, una insignificancia de persona que no tenía ninguna necesidad  de salir en la prensa y ser motivo de chanza entre los vecinos.

A los días volví a visitar el árbol atacador, pudiendo comprobar, como así me lo confirmaron  los jardineros del ayuntamiento, que estaba en perfectas condiciones, nada que objetar sobre la vida sana de aquel perenne poseedor de verdes hojas y robustas ramas.

Al principio no lo noté, me sentí un poco mareada, poco más. Los dos viandantes, que por casualidad se hallaban en la cercanía, corrieron en mi auxilio ayudándome a recomponerme. Uno de ellos llamó a la municipalidad y llegó en breve una pareja de agentes que me tomaron declaración, sin tener visos de que por mi parte hubiese gana alguna de denunciar este hecho.

Llegué a la conclusión que había sido el mismo árbol, conscientemente, el que me había hecho el favor de darme un toque, un tanto duro, con una de sus ramas. Y es que pensándolo bien ¿qué manera tendría un árbol, si quisiera, si necesitase comunicarte algo? Soltando una rama y haciéndose entender.

A partir de este día, quizás los dos o tres días posteriores, me vi forzada a utilizar lentes, ya que tenía un fuerte dolor de cabeza, que sin duda alguna era causa del golpe, y que me provocaba una visión muy distorsionada de la realidad. Sin pensarlo me puse a buscar en internet si esto mío tenía alguna cura, si a otros agredidos, o llamados, por un árbol les había pasado lo mismo.

Había pocos casos, la mayoría, en el intento, habían fallecido y es evidente que esos ya no contaban nada, pero los que sí quedaban vivos, decían que su vida había cambiado.

Un chico de Alabama, el de Estados Unidos de Norte América, contaba que había perdido el sentido del habla “normal” desde que le cayó su rama no dejaba de hablar con todo tipo de plantas, y estaba escribiendo un libro con aquellas conversaciones. En otro caso un señor, un anciano, había comenzado a caminar sin cansarse nunca, por lo tanto no había dejado de hacerlo. En su afán andarín había llegado a China desde su pequeño pueblo en la Normandía francesa. Un simple golpe, arropamiento familiar y así, sin querer se plantó sus mejores zapatos y salió por la puerta. La noticia salía en un periódico local, sin darle mucha importancia, apuntando al golpe como posible causa de este ímpetu.

No había muchos más casos, tres o cuatro, todos similares al mío, sin mayor relevancia que la pura anécdota del que sufre una transformación y el resto de la sociedad no lo toma como algo grande, sino más bien como una enfermedad mental causada por un imprevisto. En todos los casos los árboles estaban en buen estado, lustrosos y seguían allí, según algunas fotos que había visto en las webs.

Lo mío era la vista, algo no funcionaba bien y el óptico tampoco me sabía decir si tenía cura o me iba a quedar así para el resto de mi vida. Solucionamos algo el asunto con unas lentes graduadas, pero es quitármelas y sentir que no veo nada, o que veo demasiado. Veo y entiendo, porque ahora entiendo cosas que antes no se me hubiesen pasado por la imaginación; ni por muchos libros o consultas a los especialistas en ciencia, jamás lo hubiese dicho, pero había descubierto un mundo mínimo, microscópico.

Intentaré relatar los descubrimientos que he ido observando en este tiempo; tengo algunos apuntes sobre lo que realmente pasa en ese espacio ínfimo que no podemos apreciar, ni de lejos soñar con ver, y que no imaginábamos que allí se producía. Ahora estoy más interesada en este mundo que en cualquier otro con un tamaño normal.

Resultó que un buen golpe en la cabeza, un “ramazo” en toda regla, me ha regalado una experiencia excepcional.

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