ZOG, REY DE LAS ROSAS DE ALBANIA.

“Mama, quiero ser rey, rey de Albania”… esto era lo que escuchaba la madre de Zoguito todas las mañanas.

Su madre, como no quería contrariar al niño, que se cogía unos berrinches que pá que, le animaba en el asunto. Lo levantaba con cuidado para no estropear los rizos que iban empaquetados en aquellos bigudíes, cubiertos por un gorrito con puntillas. Le quitaba el camisón y lo lavaba cuidadosamente con paños calientes, para a posteriori rociarlo de polvos de talco y perfume, uno para cada parte del cuerpo, pero todos con aroma a rosa.

Rosas de Pitiminí para los pequeños hoyuelos que tenía junto a la boca, Rosas de Mongolia para los huecos detrás de las rodillas, o Rosas salvajes del Caribe para la línea que separa la nuca del pelo.

Así el pequeño Zoguito se enfrentaba a un desayuno a base de frutas y bollos machacados en su jugo, que la sirvienta vienesa le daba a la boca todas las mañanas con una cuchara de oro. No voy a contar la profusión de encajes y perlas que podía acompañar la vestimenta del chico, sería tan largo y complicado de describir que no acabaríamos en dos semanas largas y de invierno.

La familia no tenía nada que ver con la nobleza real, ni mucho menos, pero cómo quitarle al niño esa ilusión, total, solo tenían un hijo y porque no dejar que se sintiese príncipe. Ya se le pasaría cuando tuviese esa edad en la que uno deja de ser amante de sí mismo para amar a otra persona.

Todo en él era real, su paso, que más parecía un deslizamiento por losas que pusiesen los mismísimos ángeles, acompañaba la entrada en cualquier lugar, cual escenario de opera prima.

Con los años, no se cumplían sus deseos, y los berrinches se oían desde la otra punta del pueblo. Su padre vendió todo lo que tenía para que el chico marchase a la capital, Ortodoksit (Tierra de ortodontistas) y allí se hiciesen realidad sus deseos. El séquito que lo acompañó en aquel viaje se componía de doscientos de los más fornidos muchachos de la comarca, todos uniformados al modo de gala y bien adiestrados en el baile, que es muy parecido a la marcha militar pero en bonito.

Cuando lo vieron llegar en vez de pensar que era un visitante o un nuevo vecino se rindieron a sus pies, lo tomaron como un conquistador y en esas que aquel sin darse cuenta de nada y como si la cosa no fuese con él, dejó que le llamasen majestad, alteza y demás cosas de estas que van marcando lo que propiamente es un rey, aunque en este caso fuese una broma de los ortodoncios.

Un día unos desaprensivos quisieron apoderarse del país y él como persona educada que era les ofreció un almuerzo para ver sus pretensiones. Al llegar al postre no se habían puesto de acuerdo en que el país, Albania, era de los albaneses y que por mucho que Zog, ahora era ya Zog primero, quisiese, no podía complacerlos; no quería para nada, ni siquiera cuando le dijeron que podían pertenecer a un mucho más grande que tenía millones de almas dentro de sus dominios.

Zog I de Albania, a pesar de que la gente no se había enterado muy bien de que él era, sin remedio, un rey por naturaleza, se tomó muy en serio el papel y ofreció a sus invitados uno de los dulces que de la tierra eran famosos. No pudieron aguantar el olor a rosas que tenía aquella crema y ese tono verdoso que recordaba más a la deposición de una vaca que a una comida gustosa. Se lo comieron porque eran educados; fueron muriendo de a pares, hasta terminar todos tiesos y malolientes tirados en el pozo de la plaza del pueblo, que luego se taponó con piedras y cal.

Esto hizo que se dividieran las opiniones; unos se alegraban por no pertenecer a otro país y seguir siendo independientes y el resto estaban enfadados porque se quedaron sin el único pozo que proporcionaba agua clara a la ciudad.

Lo que más le gustaba al hombre, ya príncipe de los cuentos y hermosura de los jardines, era la pasta italiana y sin darse cuenta dejo que en las tierras se instalasen todos los macarronis que quisiesen. Triste decisión, poco a poco estos italianos cocineros se fueron haciendo con las recetas ancestrales de la población albanesa, por robarles, les robaron hasta los dos idiomas que hablaban y lo más terrible que podía pasar: mataron todos los rosales que allí se cultivaban.

Como esto les hacía muy desgraciados no sabían muy bien a quien culpar, la rabia les colmó y expulsaron del país a Zog y a todos sus familiares. Hizo las maletas llorando, se llevó todo aquello que le parecía debía pertenecerle, sobre todo lo que le recordaba a su estado real y se fue a Inglaterra, que es el país más amante de las rosas del mundo.

Allí vivió como en una burbuja, desentendido de lo que pasaba en su país y rencoroso, no perdonaba que le hubiesen echado. Murió en Francia, donde se trasladó pensando que le dejarían un ala de un edificio bonito, donde antaño había vivido un tal Luis. Tenía, la casa, unos jardines hermosos, llenos de rosas sin olor; no pudo ser, pero adquirió un pisito de dos habitaciones, salón comedor, esquinado y con vistas a un bello patio interior donde por suerte había un gran rosal que era primorosamente cuidado por la señora portera; una italiana a la que escupía cada vez que veía, pero ella, como buena mamma, recogía aquel escupitajo y lo echaba en el rosal. Era increíble lo bien que le venía a esta planta los jugos del real inquilino.

Murió un día de excursión en Suresnes, que es un bonito lugar cerca de Paris, famoso por la carencia de todo tipo de plantas, salvo unas rosas que no huelen, evidentemente, son de pegatinas que se usan a modo de decoración política, recuerdo de viejos encuentros. Regresó al piso por comodidad.

Hace unos días lo encontraron en la casa, allí, en estado cadavérico ha estado veinte años. Silencioso, con pago automático de los gastos, nadie, excepto la portera le echaba de menos, pero como bien dice la mujer: “Olía divinamente a rosas y no era cosa de enfadarlo, que tenía muy mal humor”

La policía ha sacado el cadáver en estado incorrupto, oliendo a la tan famosa flor; en una caja de cartón ha salido al aeropuerto camino de su querida Albania donde lo querían enterrar sin honores.

Ha sido imposible, ya desde que la caja acartonada con su cadáver llego al aeropuerto de Nënë Tereza, en la mal llamada Tirana (el nombre que le pusieron a la capital los italianos era Tarara, en honor a la canción esa que dice: “La tarara, si, la tarara, no, la tarara madre me la quedo yo”)

El país que es pequeño se ha quedado sin habla, olía primorosamente a rosas y tanto hombres como mujeres o niños se quedaban impregnados con el aroma. Tanto les ha gustado que por fin han nombrado a Zoguito, rey, solo Rey de las Rosas. Todos saben que esta era su verdadera pasión y que no hubiese cambiado por nada este título tan importante.

Descanse en paz rodeado de rosas nuestro gran monarca Zog I, rey de las Rosas de Albania.

Un regalo me hicieron.

Cinco palabras me dan, son un regalo. Solo cinco y ni una más, vaya dádiva.

Con cinco puedo decirte en la uno que te amo, en la dos que te quiero y así me sobran tres si ando romántica.

Si te odio puedo no decirte nada, y me sobra el obsequio, que para despreciar con no hablar es más que suficiente.

Me dieron cinco y me pregunto porque no me dan más, si tengo tanto que decir y con tan pocas palabras no me podré expresar.

Las palabras no son las que me hubiesen gustado, pero soy educada y con solo una puedo quedar bien, gracias.

Hay trucos y podría multiplicarlas, o quizás utilizar las cinco que fuesen una, y en sinónimos me he de perder en el dicho, para decir lo mismo en usando una.

No quiero gastarlas, así que me las guardo; voy a ver si las puedo plantar, que lo mismo si las riego se me multiplican.

El gato mudo.

Ayer hubiese sido su cumpleaños.

Ayer hubiese sido su cumpleaños, sin ser algo especial, salvo cuando hizo los cien, entonces se plantó y aceptó ser un protagonista. Le veía orondo y rojo, como se ponía él cuando le hacían agasajos; soltaba palabras que nadie entendía, recortadas, con sorna y segundas, terceras líneas, que tampoco se comprendían y daba igual porque era el viejo, el hombre más viejo del mundo.

Me conoció desde muy pequeña, y sé de buena mano que se apenó por no ser un varón, qué eran ganas de tener un chico al que poder traspasar lo aprendido y jugar a lo que juegan los hombres y solo ellos entienden. Hice de esto una apuesta y me pegué a ese hombre que me parecía raro y curioso.

Era raro porque su tez era del todo sonrosada, un tono casi blanco y a veces azul, careciendo del normal bello que tienen los cuerpos de los hombres; sus ojos eran grises como el cielo del norte, extrañamente grises y de viejo además siguieron cargándose de nubes que le impedían ver con claridad.

Conseguí que me enseñara; nunca me insultó, medía muy bien mi defecto, el ser mujer, pero esto no quitaba para que agradeciese mi empeño. Me gustaba salir a caminar con él, y me aguantaba el cansancio, me comía el bocadillo y hasta las hormigas que también querían almorzar. Me enseñó a cazar pajaritos y cangrejos, a descifrar el bosque y leer en la arena; era un indio Navajo y un basajaun enorme que manejaba el filo mejor que nadie.

El tiempo me está retirando su imagen, pero me consuelo porque lo huelo. Los pájaros enjaulados huelen a su sudor, la orilla del mar tiene aromas de su aliento y así cientos de plantas o las herramientas más pulidas, muchas cosas me huelen a él.

Todas las personas son importantes, pero unas me permiten crecer y otras no. Me enseñan cosas y se meten dentro de mí vigilando para que las lleve a cabo. Volveré a plantar por el placer de ver crecer lo verde y tendré locuras con los manzanos que darán pequeños frutos de feo aspecto a los que querer como a un perro se le quiere. El olor de las manzanas me huele a su ropa, en cambio las uvas son sus puros pies.

Me ha costado mucho descubrir esto en la distancia, en la gran distancia que da la muerte obligada, pero ahora sé que jamás tuvo un aroma propio y que nunca lo necesitó. Sus manos de escultor, me hacían juguetes que nadie más tenía, me sentía importante y querida.

La relación era de amigo, el que por mucho tiempo que pase o la distancia que se tenga, está ahí y sabes que estás, que no hay un día en que no te plantes en su cabeza y le recuerdes algo; te recuerde la vida pasada que perdura con las fragancias varias, los de la tierra misma que él tenía encima. Sé que su sangre era de mar, lo sé porque se ponía azul con el frío y rojo en las tormentas.

Nunca nadie tuvo un abuelo tan perfecto, tan excepcional. El mío ahora duerme en una meta, una de esas montañas de paja guardada, porque ese era el lugar donde le gustaba dormir rodeado de pajaritos que lo confundían con las ramas, porque a veces olía como los árboles mismos. Y lo lancé al mar para que pudiese viajar por siempre.

Aitona, Beltxa.