Recuerdo los días en que pasaba por delante de una verja. Esquivaba algunas puntas que se rompieron y como cuchillos marcaban los brazos o rasgaban las ropas de los despistados. Nunca me apeteció entrar en el solar baldío, lleno como estaba de escombros, sin mayor estética que la de un abandono.
Un día antes de navidad, alguien puso unas telas roídas, dejó de interesarme el hueco. Alguien había ido rematando los rotos y ya no parecía un invernadero del temido Tétanos.
Pasó el triste invierno y en la primavera, el caminó se iluminó de olor, aquel espacio, ahora protegido, empezaba a ser un deseo.
Una tarde, antes de las tres, busqué un hueco por donde colarme. La entrada cerrada con un alambre no daba invitaciones, me costó, me rasgué, le vi los ojos al veneno, pero no me importaba nada, mi saliva siempre tuvo poderes curativos, mientras me cantará el “Curita Sana”
Allí, al otro lado, reventando por la explosión… miles de flores alfombraban un espacio donde las viejas vigas y los ladrillos rotos habían pasado a ser parte del jardín del Edén entre basuras. Nunca supe quien lo hizo, ni si se hizo solo, como un enfado al abandono.
Esa tarde el colegio estaba detrás de una verja oxidada, desconocida aula, sin más maestro que el olor; la bronca del ciego, al día siguiente, estaba asegurada.