UNA HACHE CUALQUIERA

H… qué no, que no quiero empezar con una palabra que inicie con una hache. No es que no me guste, la palabra, es que la hache me resulta vacía de sonido, y no, no se puede empezar así.

Una tiene en la cabeza el folio en blanco y para romper el hielo ¿qué hace el que escribe? nada. Mira esa ventana y se mira por dentro buscando una buena historia, un monólogo en soledad que tratas de transmitir, porque crees que alguien te hará el favor de leerte, con un ansia oculta, piensa que puede ser que algo de eso entretenga.

No es lo mismo cuando escribes, de historia o matemáticas, por ejemplo; uno sabe algo y lo trasmite, esto no pasa con las historias. Un poco eres la cigarra que solo entretiene y poco más.

Miro el papel en blanco y pongo una letra, la que sea, al tuntún, y espero que esa sirva de atadura para que vayan recolocándose las demás. Una hache atrae, lo sé, que miles de historias empiezan con un: “Hace mucho tiempo en un lugar…” Pero a mí no me corta el blanco, lo enmudece.

Yo creo que esto me viene de la niñez, cuando una monja chula me dio un pescozón por leer “harta” con acento andaluz, que estaba así “jarta” de aquella estúpida monja y sus aburridísimas clases. Me golpeaba diciendo: “La hache es muy valiosa, hay que tenerle respeto” y yo pensaba que esa mujer estaba “haburrida” con hache, y “hamargada”  porque no era normal. Luego pasé a inventarme palabras con muchas haches intercaladas, que pronunciaba absorbiendo el aire con ruidos de la garganta.

No me duró mucho esto, porque se organizó la dios cuando otra monja, más pardilla, se pensó que me estaba ahogando (hubiese dicho “Aghogando”) y la pobre me obligó a tumbarme en el suelo todo lo larga que era, y yo, sin querer seguir con la broma y no dejarle mal, abrí mucho los ojos, tirando el iris hacía arriba, lo que le dio una sensación de ataque, posiblemente epiléptico.

Aquella mujer embutida en los hábitos se arrodilló a mi lado. La vi colorada como un tomate, muy asustada, y aquí ya no tenía marcha atrás. Se buscaba algo en los bolsillos intentando seguir la primera disposición ante un ataque de estos, buscar algo para meterle en la boca al atacado. Se ve que no tenía otra cosa que un Cristo de madera y latón, así que esto fue lo que acabó entre mis dientes.

Me entró la risa, que una era buena, pero no tanto como para soportar todo aquel teatro; nadie sabe lo difícil que es reírse con un crucifijo en la boca, te dan toses, babeas… y al intentar ponerme de pies, ella me empujaba desde los hombros, con lo que me hacía resbalar y entonces sí que parecía un auténtico ataque.

Lo peor llegó cuando otra de las hermanas se presentó allí y al verme solo se le ocurrió decir en voz alta: “¡Ave María Purísima, esta niña está endemoniada!”

Mi cabeza no rulaba bien, sacaba haches por todas partes, risas con toses y babas, ganas de salir corriendo y un temor a las consecuencias que me hacía pugnar porque me tragase la tierra.

Acabé como bien lo puede hacer una niña “jarta” del colegio, de las monjas, de las niñas bobas que se arremolinan a la que salta; de lo que me iba a pasar si no hacía algo rápido.

Me desmayé. Lo de los desmayos lo tenía bien ensayado, no hay cosa más sencilla que esto. Uno va por la calle, una bien llena de gente, y es muy molesto, más a más si eres bajita como yo, no te dejan respirar, te llevas todos los codazos posibles y nadie te mira. Pues te desmayas y listo.

Todos se apartan de un desmayado, aunque siempre hay un par de buenas personas que te socorren, siempre hay espíritus enfermeros, creo que podría decir que el porcentaje es de diez a uno.

Cuando vayas por la calle cuenta diez personas, les preguntas qué es lo que les hubiese gustado ser, y de no serlo, uno, uno te dice que médico o enfermera, y estos son los que se lanzan, sin sacar el carnet de primeros auxilios, que lo tienen, o el broche de la Cruz Roja, que también lo tienen.

Si te desmayas en la calle para hacerte hueco, tal lo haces, te levantas, te sacudes el polvo y listo, respiras. Muy fácil este social-consejo que recomiendo a los de baja estatura.

En el pasillo de la segunda planta de mi colegio, con dos monjas locas tratando de ser enfermera y exorcista, lo del desmayo era la única salida digna.

Cierras los ojos, despacio, muy despacio, escupes el crucifijo y ladeas la cabeza… esperas un minuto y mueves lentamente un brazo, abres los ojos y preguntas con tu mejor voz “¿Qué ha pasado?”

Luego te incorporas y pones cara de asustada.

No hagáis esto que acaba mal. Si no te descubren acaban llamando a tu casa para que tus padres te vayan a buscar y en un par de días tengas que ir al médico y te líen con pruebas que no van a servir para nada. Ni se te ocurra contar la aventura a nadie, porque siempre hay idiotas que no pueden aguantar un secreto, o gente que no tiene vida propia y disfrutan de la ajena. Si por lo que sea, en el mejor momento del pseudo exorcismo se te ocurre guiñarle un ojo a tu mejor amiga, mal, te pueden pillar y supongo, solo lo supongo, la bronca será terrible.

No me pillaron, ni en esta, ni en ninguna de las otras que hice, porque una desde bien pequeña sabía que las haches no se pronuncian, salvo si eres andaluz y estás “jartá” de tanta tontería como la que te rodea.

No sé, creo que voy a empezar poniendo una jota, en honor a mi infancia que por lo menos, vista desde la distancia fue muy entretenida.

“Juntas en el tiempo, en un lugar… iban de la mano, el aburrimiento y la locura.”