AQUELLA CARA…

Aquella cara…
Me costó mucho decidirme y en silencio comencé a preguntarle por sus rasgos.
No pareció entenderme, creo que estaba absorto en otras cosas, a lo mejor en algo de mí o de la luna, o quizás le gustasen las sombras que se reflejaban en la pared de la habitación y que parecían no ser, no pertenecer a nadie, porque iban solas de acá para allá, haciendo piruetas o bailes más que de salón.
Le pregunté por las arrugas, pero no por las predominantes, esas que sobresalen cuando sonríe; le preguntaba por las pequeñas, las que casi pasan desapercibidas. Me dijo que las pequeñas, las arrugas, pugnaban por ser cicatrices para tener algo más de prestancia, pero que, en el fondo, solo eran instantes de momentos pasados que había que recordar.
Aquella cara…
Tenía una frente amplia. No era de esas que se crecen con el tiempo, cuando el pelo se va retirando del mundo y deja que la vista tenga más apertura de campo. Era una frente poderosa, estiraba la piel como nadie lo hacía, en algunos momentos parecía que se iba a romper, que se resquebrajaría de un momento a otro, quizás por las inclemencias del tiempo, o solo ante una duda cualquiera, una sencilla duda, inocente.
Le tocaba la frente como quien toca un huevo de un pájaro que acaba de morir y no hay más, este era el último de su especie a no ser por ese huevo que tocas con la yema del índice esperando que te transmita algo.
Lo que más me gusta es su entrecejo.
El entrecejo es la parte de las cejas dónde poner la respiración. Comienzas amablemente por un lado poblado de alborotados pelos, pareciese que, a pesar de lo que dicen todos, no son las alas de las caras. Y esto lo sé porque lo he tocado, tocado a la vez que visto y oído. Son brazos. Los brazos del que baila, con esa manera que tienen de confundir, que no son alas, son potentes apéndices que vienen a ser el cobijo de una madre. Esos pelillos revoltosos, marcando las diferencias entre lo que podría ser una decencia y un delito. Y se repiten tras la respiración del entrecejo y guardan los ojos, esos grandes pozos que se llenan o vacían según las inclemencias de la vida.
Aquellos ojos…
Los ojos no los podía tocar. Tendían a cerrarse si me acercaba demasiado. Jugaban al despiste pareciendo los dos iguales, pero no lo eran. Estoy segura de que cuando llegaba mi mano a su cercanía se ponían a hablar, de sus cosas, de mis cosas, de las cosas de ninguno que flotan en el aire para ir aprendiendo a amoldarse a las miradas, sobre todo a las furtivas.
Amaba el pestañeo. Aquí podría decir algo tonto como “aleteo” pero no lo parecía, porque sus pestañas eran manos que aplaudían lo que el ojo, sí, el ojo, independientemente uno del otro. Aplaudían lo que veían. El derecho buscaba lo interesante, lo peculiar, mientras que el izquierdo sostenía el roce hasta el cansancio, como no queriendo aplaudir nada. A veces me parecía que la piel de los párpados era de seda salvaje y que en cualquier momento una ráfaga de aire, provocada por mi roce, podría hacerla volar, con las pestañas como plumones desesperados, los que parece se agarren a los lugares dónde se posan, como si pesasen mucho.
Le tocaba las pestañas con cuidado. Sé que sonaban, como un instrumento musical, las pestañas sonaban, cada una con su nota diferente, melódicamente, solo esperando el ritmo causado por el roce. Una vez las soplé, solo por ver qué pasaba. Se enredaron unas con otras. Es costoso desenredar pestañas que no quieren ser desenredadas.
La nariz era napoleónica, merecía un sombrero. Quizás era un embellecimiento de un antiguo faraón del viejo Egipto, y en ocasiones dudé de que fuese un esperpento geográfico escapado de algún mapa infantil hecho con papel maché.
Daba vueltas y más vueltas por ella, subiendo a la cima, imaginando que ponía allí mi bandera por ser única y primera en llegar a lo más alto, para después precipitarme al vacío de una comisura labial bien formada. La nariz no era un impedimento, era una barrera geológica de la caricia, un choque con las estructuras que sostenían unos pasajes suaves a cada lado y que debajo podías tener una playa o un bosque.
Aquellos labios…
Estos, los labios, eran un infierno. No sabía por dónde empezar, si por la palabra o por las esquinas.
¡Dios! Cómo me gustaban sus labios, tan llenos de vida, tan útiles a la hora de descansar en ellos; me parecían un exquisito filete de ternera roja, o un fruto salvaje de esos que no se sabe nombrar y que podría haber estado en el paraíso y entonces las manzanas no serían el problema.
Aquí me perdía en la locura. Pasaba mi pulgar, descansaban tres de ellos, o dos, y se abrían hacía los lados, lentamente, como no queriendo que esta poesía se terminase y entonces, entonces sonreías, y a mí se me volvía loca la vida y no podía más. Me costaba dejarlos para continuar el camino.
Luego, con las dos manos, recogía la barbilla en un intento de guardar estas sensaciones para quedármelas, para siempre, por siempre, quería tener tu cara en la mía, y sentir el olor que tienen los poros, el aroma de las pestañas al viento, el frescor de las cimas y en su caso la humedad de los huecos.
Y las arrugas todas parecían los mil ríos del Amazonas, secos en la alegría, húmedos en el amor.
Aquella cara, tu cara, pasaba a ser de mi propiedad porque la había absorbido toda entre mis manos.