MINIMUN MUNDO

Introducción.

Había leído sobre la importancia de los golpes en la cabeza, una de esas cosas que van desde la pérdida de la memoria, el habla o la visión, a no pasar de tener un bulto de bonitos colores que con el tiempo se cura.

Caminaba en despiste transitorio por el paseo, no era de esperar que aquella rama me fuese a caer encima precisamente a mí, una insignificancia de persona que no tenía ninguna necesidad  de salir en la prensa y ser motivo de chanza entre los vecinos.

A los días volví a visitar el árbol atacador, pudiendo comprobar, como así me lo confirmaron  los jardineros del ayuntamiento, que estaba en perfectas condiciones, nada que objetar sobre la vida sana de aquel perenne poseedor de verdes hojas y robustas ramas.

Al principio no lo noté, me sentí un poco mareada, poco más. Los dos viandantes, que por casualidad se hallaban en la cercanía, corrieron en mi auxilio ayudándome a recomponerme. Uno de ellos llamó a la municipalidad y llegó en breve una pareja de agentes que me tomaron declaración, sin tener visos de que por mi parte hubiese gana alguna de denunciar este hecho.

Llegué a la conclusión que había sido el mismo árbol, conscientemente, el que me había hecho el favor de darme un toque, un tanto duro, con una de sus ramas. Y es que pensándolo bien ¿qué manera tendría un árbol, si quisiera, si necesitase comunicarte algo? Soltando una rama y haciéndose entender.

A partir de este día, quizás los dos o tres días posteriores, me vi forzada a utilizar lentes, ya que tenía un fuerte dolor de cabeza, que sin duda alguna era causa del golpe, y que me provocaba una visión muy distorsionada de la realidad. Sin pensarlo me puse a buscar en internet si esto mío tenía alguna cura, si a otros agredidos, o llamados, por un árbol les había pasado lo mismo.

Había pocos casos, la mayoría, en el intento, habían fallecido y es evidente que esos ya no contaban nada, pero los que sí quedaban vivos, decían que su vida había cambiado.

Un chico de Alabama, el de Estados Unidos de Norte América, contaba que había perdido el sentido del habla “normal” desde que le cayó su rama no dejaba de hablar con todo tipo de plantas, y estaba escribiendo un libro con aquellas conversaciones. En otro caso un señor, un anciano, había comenzado a caminar sin cansarse nunca, por lo tanto no había dejado de hacerlo. En su afán andarín había llegado a China desde su pequeño pueblo en la Normandía francesa. Un simple golpe, arropamiento familiar y así, sin querer se plantó sus mejores zapatos y salió por la puerta. La noticia salía en un periódico local, sin darle mucha importancia, apuntando al golpe como posible causa de este ímpetu.

No había muchos más casos, tres o cuatro, todos similares al mío, sin mayor relevancia que la pura anécdota del que sufre una transformación y el resto de la sociedad no lo toma como algo grande, sino más bien como una enfermedad mental causada por un imprevisto. En todos los casos los árboles estaban en buen estado, lustrosos y seguían allí, según algunas fotos que había visto en las webs.

Lo mío era la vista, algo no funcionaba bien y el óptico tampoco me sabía decir si tenía cura o me iba a quedar así para el resto de mi vida. Solucionamos algo el asunto con unas lentes graduadas, pero es quitármelas y sentir que no veo nada, o que veo demasiado. Veo y entiendo, porque ahora entiendo cosas que antes no se me hubiesen pasado por la imaginación; ni por muchos libros o consultas a los especialistas en ciencia, jamás lo hubiese dicho, pero había descubierto un mundo mínimo, microscópico.

Intentaré relatar los descubrimientos que he ido observando en este tiempo; tengo algunos apuntes sobre lo que realmente pasa en ese espacio ínfimo que no podemos apreciar, ni de lejos soñar con ver, y que no imaginábamos que allí se producía. Ahora estoy más interesada en este mundo que en cualquier otro con un tamaño normal.

Resultó que un buen golpe en la cabeza, un “ramazo” en toda regla, me ha regalado una experiencia excepcional.

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SOLO ELLA LO SABE, QUE ES MÍSTICA Y LIBRERA.

Nadie sabe cómo llegó hasta ese lugar, ni siquiera dando explicaciones de esas que parecen tan entendibles y que en este caso, se notaba a la legua, que era una página en blanco al inicio de un libro. Es por esto que le llamarón Cortesía, porque era blanca y risueña, y siempre estaba dispuesta a presentar todo aquello que le rodeaba; lo contaba de tantas maneras bonitas que dejaba a todos impactados y luego nunca sabían cual escoger.

Ella apareció en ese momento que dicen “dado” y lo dicen porque así es, un momento de muchas caras y más expresiones, con dedicatoria principal, una que sorteaba las camas, las mesas y se quedaba con la fina línea de los estantes. El lugar es el que es, un pequeño gran espacio donde se resguardan de las inclemencias los libros. Su padre podía haber sido una enciclopedia y su madre un diccionario; dos que se mezclaron una tarde de cuestiones y dudas con ganas de ser resueltas y se resolvieron de la mejor manera, pasando página y llegando con los índices a lo que realmente querían.

Vida cierta tuvo, la que parece real porque en estando blanca te van llenando de palabras que significan algo. Te cuentan que además de estar impresas te las tienes que imprimir muy dentro y que luego te premian por esto. La premiaron y se fue de viaje al país donde no usaban letras.

Sin darse cuenta Cortesía se quedó, una noche y un día, encerrada en la casa del Libro Familiar y allí sigue. Nadie sabe cómo llegó hasta este lugar, porque lo suyo hubiese sido volar o correr por los cielos, nadar entre las personas o escalar hombres de películas. Allí se despertó y a la que quiso andar se hizo el suelo a ladrillos de tomos con tapas de colores sienas tostados; las paredes, que en un principio ni siquiera lo eran, se fueron conformando a base del relleno de los pegamentos que unen los lomos y las dobleces del cartón. En amarillos se quedó el tacto, con emblemas y ventanas.

Ella se movía como una lagartija por todas partes, mirando, tocando, investigando y sorbiendo cada letra que por la puerta pasaba, que ellas, las letras, se habían enterado del mejor lugar para estar.

Las gentes se acercaban para verla. Al principio la cosa funcionó bien; movía un dedo y aparecía un marca páginas, si era una rodilla se desplegaba un mapa, y si el brazo entero un libro rodaba por el suelo saliendo de ninguna parte. El local se estaba llenando de libros y de las vidas que hay en los libros y de las vivencias que se descubren y que con gusto Cortesía te dejaba ver.

No sabía cómo, pero allí estaba ella en su librería, escupiendo libros con cada movimiento y recibiendo gentes de todas partes que deseaban uno de esos ejemplares.

Hubo más cortesías por el mundo, amigas de los que escriben historias y de la gente de bien; escupidores de tomos y hasta revistas, tan sabios que los que se acercan sienten que ese es el lugar donde mejor están.

{Dedicado a Librería Molist de Coruña. Amiga mía.}

EL ARTE QUE TENGO CERCA

El arte que me rodea está implícito en lo cotidiano. Elevar a grado artístico lo que se usa con normalidad, es costoso; no está la utilería pensada para esto, pero a mí me gusta, me hace sentir bien y el encontrar belleza, la que es posible que invente por las esquinas, me relaja, hace que la vida tenga un poco más valor.

Tomo feliz mi café de la misma taza madre. Siete años lleva dándome un agrado visual digno de mención; sus perfiladas curvas, la ligereza de la porcelana vieja, es singularmente agradable. Tiene venas como persona de trabajo duro y un asa que pareciese un ojo avizor. Cada marca es seña de su vida, como un anciano, personaje de una novela antigua, ella es mi arte del café; a veces le hablo bajito, y le digo que celebramos un nuevo azucarillo, o inauguramos un brick de leche; hacemos fiesta de la dedicación y el calor.

Un retorcido cable se abre paso entre un estante y otro. A modo de garabato entrañable de la casualidad, es, sin duda alguna la obra a la que le falta firma. Hace sombras según entra el sol por la ventana y al atardecer parece un signo, una clave de sol perdida en un mundo sin rectas.

Hay, a la derecha del trazo, un poco más arriba, una cesta que contiene. El contenido no es interesante, son restos de otras obras terminadas o que no llegaron a ser importantes y no merecen exponerse, como bocetos sin clasificación. Es, el cesto, la obra que me gusta mirar.

Seguramente mano experta le dio vida a la simple piel de árbol, seguramente el tiempo le dio ese color entre tostado y quemado que tiene, pero a buen seguro hay sudor en sus entrelazadas formas. Lo veo avanzar y retroceder con la estación. Si es verano está constreñido, será el calor y cuando ya las lluvias llegan, se hincha, se relaja. De tanto que lo miro veo su sangre correr, esa que va rellenando los huecos y que se mezcla con el polvo. En ese estado de colgadura, desprende olores que identifico con el campo húmedo.

En un rincón hay una caja de mistos que debió tener vida propia. Ahora se empapa con el aceite y la grasa que fluyen de los guisos. Lo que fue blanco se hizo amarillo, la zona de rasca asemeja un mapa aéreo del desierto que avanza sin compasión. Tiene en su cara popular una vista de una obra famosa, me gustó la pintura y la agregué para que me acompañara en la cocina. Ahora la intento mantener erguida, en la postura donde se puede apreciar mejor el arte anexo, pero ella se empeña en colocarse de otra manera, de tal forma que las cerillas de cabeza roja se asoman y me miran.

A veces veo un Picasso en las mondas de las frutas. Su colocación es espontanea, compostura dolorosamente retorcida, lacia y que juega con sombras y huecos que la hacen hermosa. Un conjunto que retengo durante el tiempo en que una mano desconocida, bien puede ser el mismísimo aire, y que la hace degradarse como una pintura vieja. Con las patatas no pasa lo mismo, se me aproximan toques de paleta, más pequeños y soleados.

Un corcho que parece un Pollock. Un cacillo de acero que me permite ver la luna sin necesidad de mirar al cielo, con sus menguantes y crecientes, según el azar lo pose.

Tengo la vida rodeada de sombras adecuadas, de luces que las cortan, y de colores o formas que me ilustran en un lenguaje donde todo es arte y parte de mi. Hay sustos que se descomponen formando un bodegón asimétrico y caduco; hay renglones por donde se puede pasear para ver un paisaje lunar, que sin duda mereció ser horneado.

Yo misma me instalo a un lado, hago gestos de admiración y paso con sumo cuidado por las cosas cotidianas para que no se rompa el embrujo, sin ser esto una premisa, porque cada día resuena otra compostura y una nueva obra será descubierta y explorada.

Estoy rodeada de un arte sacro, que santa es mi vida. Estoy condenada al disfrute, donde las manchas se hacen figuras que se transforman en otras figuras, que se deshacen por las acciones intencionadas o no. Luego vendrán los artistas a pintarme los ojos, querrán que les diga que me gustó su obra, y yo tendré que discernir, imaginado que lo tendría en mi casa y saber si es posible servir el café usando la tela como bandeja.

100 MANERAS DE TOMAR EL SOL

Este clip está realizado con las tomas conseguidas en el verano del 2014, en las playas de Altea y alrededores.

Cuando los cuerpos dejan de ser objetos de visión contenida para mostrarse relajados y expresivos. Esto es lo que se ha querido mostrar, la belleza de todos, absolutamente todos los cuerpos, sin otras implicaciones que el estar haciendo algo por puro placer.

No se muestran, yo los muestro, y no olvidaremos el aire fresco del mar, el juego del agua sobre las pieles y la gran fuerza del sol.

CARTA DE AMOR ENFERMO.

 

“Ahora no estás pero todo huele aun a ti.

He limpiado la casa, es vieja y se enceró con tu sudor, tu ira y la rabia que desahogabas en mi cuerpo. Me he duchado con lejía y ahora huelo a retrete de estación y miro el armario sin saber qué ropa ponerme, simplemente me tapo.

Me dicen que ya no me puedes hacer nada, me dicen que te olvide qué eras malo y que remonte mi vida. Sin ti no tengo vida.

Hay una chica muy joven, ha estudiado no sé qué master y quiere animarme, me dice cosas que no entiendo, dice que he vuelto a nacer y no sé por qué.

Me da miedo decirle que te amo, que te necesito, no sé vivir sin ti. Si se entera de esta carta que te escribo se enfadara conmigo, es tan tierna; ya ha comenzado a renombrar a su madre, sus consejos expertos acaban con refranes viejos.

Y me pondría el mundo por montera…si tú me lo pidieses. ¿Qué puedo hacer para ayudarte? Ya no tengo marcas ni dolores, soy la mas ignorante del mundo, bien lo sabes, aquel medico tan serio, tan limpio, le rogué por mi vida y con la denuncia la vida misma se fue contigo.

Dicen que no te visite, que cambie de casa, de trabajo, de pueblo, ya no me llamo como antes, con el nombre que me diste, dicen que ya soy libre y no me dejan ni recordarte. Puedo vivir sin ti pero moriré poco a poco.

También tengo que testificar y contarle mi vida a un juez. ¿Qué le digo? Le diré que me sacaste de la basura, me diste casa y comida. Le diré que a veces te enfadabas porque soy boba, desobediente y te cansabas de enseñarme. Dicen que casi me matas y es ahora cuando lo vas a conseguir. Le diré que la culpa era mía, que te enfado porque soy descuidada. Le diré que me amas más que a nadie en el mundo, si no fuese así, no te preocuparías por mí.

El otro día salí a la calle y las vecinas me miraban, iba sin maquillaje porque ya no tengo marcas que ocultar, iba con un vestido verde que me dio la asistente social en el hospital y estaba sola. Nadie me miraba mal, algunas personas me sonreían y no era yo que les provocaba, la panadera me invito a café; cuando pagaba el pan se me callo una moneda, una persona se agacho por mi y no me sentí idiota. Volví a la casa que huele a lejía y te eché de menos, hice esfuerzos para comer y me encontré comiendo sola, con un vestido verde, con un pan oliendo a café y pensé que ya no te vería mas, que por un momento podía hacer lo que quisiese, me senté en tu sitio, bebí de tu licor en tu copa, encendí la luz y es de día, la apague, la encendí y así se quedo hasta la noche, porque ya no estas y he pensado que ahora en tu honor soy yo quien tiene que educarse, me he castigado en tu lado de la cama. Mañana me levantare tarde y le diré al juez que te amo, que cuando me pegabas no me hacías daño, que soy débil y no aguanto nada, que aún te amo, te amo tanto que voy a olvidarte, es mi mejor castigo, porque no te merezco.

Les diré a todos que ya soy libre, que nadie me pega y me pondré el maquillaje que me regalaste, no tapare nada, solo disimulare mi soledad y mi amor por ti.

Cuando salgas tendré otro nombre, otra casa, otro pueblo y a lo mejor como soy una descuidada, olvido lo que ahora es tan importante para mí.

Te quiero tanto que cuando te recuerdo me duelen todos los huesos.

Tuya, hasta tu final.”

FOTOGRAFÍAS DE ALTEA by Marixa Gil (clicar para agrandar)

EL PUNTO ÁLGIDO DE MI OJO

Los detalles me rodean, los externos y los internos, y ambos me tienen ocupada, siempre llamando mi atención; se muestran con códigos, a veces sencillos de entender, en otras ocasiones de un complejo entendimiento, pero lo más importante es darme cuenta de que están ahí, de que soy el sujeto de sus insistentes llamadas.

Veo a mi alrededor que la gente está acostumbrada, los recibimos con naturalidad y solo en contadas ocasiones, como cuando nos remueven lo cotidiano, es cuando prestamos la debida atención. Estoy segura de que es por esto que los filósofos andan todo el tiempo con esas caras de circunspectos. Es así y no de otra manera el modo de traducir el mensaje.

Hoy nadaba resuelta en la piscina, hice mis ejercicios disimulados de calentamiento, teniendo en cuenta que mis huesos ya no se han de calentar más; hice aspavientos para que el socorrista no olvide que sé nadar y que puede mirar hacia otro lado; y saqué los juguetes que me llevo para no aburrirme. Nadar en una piscina es la cosa más aburrida del mundo, pero tiene una gran ventaja y no es que acabe con un cuerpo similar a la Williams, pareciendo una sirena hecha mujer, tiene el empuje necesario para que me deslice, como en el agua, en mis pensamientos, en mis mensajes internos, esos que de estar en cualquier otro lugar, no llego a descubrir.

Pienso si no será el aburrimiento el mejor de los modos para la introspección, me reafirmo en esto, y entrada en el purito placer de ser concienzuda, insisto en el análisis.

He descubierto que tengo constantes “moscas” en los ojos. La mosca del ojo, en no sabiendo cómo se la denomina científicamente, es esa pequeña manchita con formas definidas o no, que suelen ser cambiantes, y que uno ve en contadas ocasiones, quizás solo en esos momentos, los dichos, los de introspección, bien sean en una relajada posición o en el baño, como ha sido mi caso. No es la primera vez que las veo, para nada, son viejas compañeras estos hilillos con volteretas y estiramientos que flotan en mis corneas, son viejas amigas que comparten las vistas conmigo, siendo así que llevo mucho tiempo replicando sus formas en un cuadernillo y solo hoy me he dado cuenta de que tienen un significado.

Lo comenté con otras personas y hubo de todo, desde gentes que me miraban sorprendidas, jóvenes, seguro, a otros que si bien las conocían por tenerlas ellos también, no le daban importancia. Cuando les mostraba mis apuntes, creían ver algunas formas conocidas, pero seguramente esto era causa de la empatía que a todos les sale ante una cosa así.

Uno me comentaba que esto no tiene cura y ahora estoy convencida de que no la tiene porque no es una enfermedad, nada más lejos. Solo hay que saber leer.

El cuerpo avisa de distintas maneras, te muestra venas infladas, ojeras, rojeces o anima las uñas con blancas nubes, todo son señales, pero las moscas de los ojos… esas, son diferentes.

Hoy me di cuenta de que es una caligrafía. Hace años aprendí la técnica de escritura a base de pictogramas, la taquigrafía, en la que nunca estuve muy ducha, pero sin embargo puedo llegar a traducir con cierta paciencia, mucha lentitud y algo de imaginación, cualquier cosa personal que se me ponga delante. No llegué a ser rauda tomando dictados con ella, más que nada porque me perdía entre las curvas o las patas estiradas de las consonantes.

Me he dado cuenta de que mis “moscas del ojo” son palabras en taquigrafía y que me han ido diciendo cosas desde hace mucho tiempo, sin llegar a darme cuenta de esto y perdiendo la oportunidad de disfrutar de los avisos. Son mensajes recordatorios, como un secretario oculto en el cuerpo de cada uno, que solo llega a darse a conocer cuando rebasas cierta edad, o la necesidad lo hace perentorio.

Voy traduciendo, poco a poco, y leo las consignas: “Lee” “Busca” “Ahora” “Nunca” incluso he llegado a ver una indicación que se convierte en frase: “Sal y vive” Me doy cuenta de lo extraño de esta afirmación, y que es posible que mi hallazgo haya sido una casualidad, pero estoy convencida de que a partir de ahora estaré al tanto de lo que me quieran decir.

He comenzado a hacerles preguntas, tengo la sensación de que me han de responder; paso mucho más tiempo tumbada, mirando al infinito para ver mis signos y mantener un diálogo con ellos. Son tan hermosos, es tan simpático verlos flotar de un lado a otro, en esta forma definida y clara; percibo que algo dentro de mí me quiere, y no sé si es una parte oculta de mi personalidad o es que he sido invadida. Por si acaso no se lo voy a contar a nadie, no me gustaría tener que aguantar a las gentes más diversas llegando hasta mí, y pidiendo cosas raras, como bendiciones o premoniciones, en el supuesto que ellas puedan hacer ese tipo de cosas. Seguro que sí, porque leo bien claro “Cuidado ambulancia”

 

UN VIAJE, EL VIAJE

El camino ya se había vislumbrado antes en guías caducas, por aquello de que de tanto manoseo caen las hojas, guías con directrices concretas, sin dobles lecturas, como si el autor estuviese empezando a no creer en el escrito. No era un riesgo a sabiendas de lo mucho que una mira por todas partes; el mundo está lleno de posibilidades, pero es mejor llevar el recorrido ya de antemano, no sea que te pierdas entre las calles y las gentes y te pase algo inimaginable.

Apareció como aparecen todos los lugares, en la lejanía, mostrándose altivo y poderoso, todas las ciudades del mundo lo son, y siempre, impepinablemente las vemos a distancia y pensamos en si alguien pensó el lugar exacto para su construcción, la progresión que tendría la arquitectura, el sol y sus horas de luz y sombras, o quizás simplemente el auge de los habitantes fue creando un caos que ahora sirve para dar un perfil exquisito en las fotografías.

Me habían dicho que no tomara un taxi, que las distancias son cortas aunque parezcan largas y que la calle es el mejor de los museos. No se equivocaron, todo estaba salpicado de notas musicales escritas a modo de puertas, tapas de alcantarillas, o esculturas. Se dispersaba la historia en este lugar y sus habitantes se sentaban cómodos entre las columnas esparcidas por todas partes, dispuestas y durmientes.

Me perdí.

Despistarse en este lugar es ganar tiempo, tener un gesto educado demostrando que no temes a lo desconocido; vuelves a las hojas sueltas de la manoseada guía y la calle no aparece, porque en las guías solo salen las calles que sonríen, las otras, las que son más tímidas se quedan sin nombre y casi son un hilo fino que une las otras. Perderse es obligado en un viaje y encontrar el camino correcto es una posibilidad de animarse a la charla arriesgada con el primero que pasa.

No fue el primero, que no fue capaz de esbozar una sonrisa (esta es mi marca para saber a quién me tengo que dirigir) fue una señora mayor, de pelo cano hermoso, la que me sonrió con afecto. Hicimos lo imposible por entendernos y nos entendimos. Estaba lejos de la meta, y ella tenía aquellas bolsas en las manos que pesaban considerablemente. Me ofrecí para ayudarle. Caminamos por callejuelas aun mas ocultas, llegamos a una casa que era monumento a la arquitectura local. Entré invitada y sin querer queriendo pasé allí mis vacaciones. Renuncié a un hotel sencillo, con baño en la habitación y desayuno en el bar, para tener el sol en la cara al despertarme, la amabilidad de una familia que me recibía como si me conociesen de toda la vida. Allí pasé mis vacaciones y ellos consiguieron hacer que la ciudad entrase en mis cálculos de lo que deberían ser.

Abandoné la urbe mirando atrás, llevándome un trozo de aquel paisaje, pensando en algo curioso que ocurre cuando lo has disfrutado, volver, he de regresar, ahora tengo amigos aquí y soy un poco parte de la ciudad.

Me gustaba…

Lo que más me gustaba de él era que todo parecía diferente… escuchaba con la boca, acariciaba con la lengua y veía por las orejas. Todo, todo era excepcional. A veces cuando volvíamos a casa después de una noche larga y luminosa, vomitaba las drogas sobre la acera, antes de entrar, como si fuese un ritual, y luego en la cama, en la cama las echaba de menos. No era capaz de ascender al cielo sin ayuda.
Era una persona llena de rituales, los tenía por todas partes, incluso algunos, esos que siempre sobran, andaban por los cajones, o en las viejas cajas de zapatos que servían de contenedores, y que nos producían risa al pensar que jamás podrían ser continentes en el mar.
Un ritual era la expresión. Servía para animar una conversación o caminar por una ruta perdida, cosa que hacíamos solo en el otoño. ¡Cómo le gustaba el otoño! pensaba que todo el año debería ser así, tener ese aspecto donde se retira lo muerto y aparece el esqueleto. Él se pensaba un ser esqueleto, porque todo lo daba, todo lo mostraba.
Estuvo quieto un momento, escuchó sacando ligeramente la lengua, quería acariciar una música lejana que andaba perdida; la quería para sí, pero no se podía quedar con ella, estiró mucho las manos, tanto que comenzó a andar con ellas y en un arranque de viento, desapareció. No volví a verlo nunca más, ni siquiera cuando mis ojos se posaban en los contenidos de sus continentes de cartón y se iban desplazando hacía los lados, aprendiendo a ver con las orejas.
Mil años viví en su recuerdo, perdí los míos propios, mi fisionomía empezó a cambiar, ya no era yo, era él y solo deseaba despertar y ver un otoño cualquiera para poner mis manos en el suelo y empezar a volar.