Había salido de pesca temprano, en ese momento en que la noche se vuelve más clara, toma un tono que aligera; sabe que no puede quedarse y antes de partir deja resplandeciente el cielo sin necesitar de las estrellas o la luna.
Salió con cuidado, sin hacer ruido, no fuese a despertar a los veintiséis compañeros, casi todos familiares, qué junto a el dormitan en las rocas. No es época de nido y la acción independiente le hace sentirse mayor; pocas veces se dispersa la nube, siempre siguiendo los pasos dictadores del más fuerte, y pocas son las ocasiones en que un cuervo de mar, un cormorán, logra aislarse.
No es la primera vez, lo hace siempre que puede, simplemente es un cormorán solitario que no gusta de la compañía. La utiliza, a veces la necesita, pero no es de su gusto. Lo sé, lo he visto en muchas ocasiones retarse con las gaviotas; planea a su lado y si tiene un día seco, asciende hasta que su peso le deja. Juega con ellas un rato, revolotea, se posa en los techos de los barcos dormidos y vuelve a alzar el vuelo con una gracia especial. Se comprenden, se gustan, las gaviotas que nunca quieren invitados, a este le dejan, le lanzan gritos feos como palabrotas desde lo alto y le retan, y el sube dando grandes aletazos, levantando viento y subiendo. En un momento del juego, posados en alguna parte, abre sus alas y las hace bailar, les enseña los músculos que le dan esa fuerza superior. Se pavonea como no lo hace en sus dominios con los suyos.
Parece que ahora ha llegado el momento. El sol ya despunta y nada queda de la noche, solo el cielo naranja que resalta su color de cuervo, ese negro azabache del que radian todos los colores, así, en metálico, como si fuese una máquina voladora hecha por un amo nocturno que no pensó en el día.
Suben alto, muy alto y a la de ¡ya! caen en picado. De no ser porque sé que el mar tiene poros y que por ellos han de entrar, diría que se estrellan. Se estampan con un sonido fuerte, uno que hace despertar al resto de las aves, los peces, los gatos de mar, todo lo que por la zona está aun ensoñando levanta la cabeza y huele. El olor del mar batido, el de los peces meados de miedo que corren a ver si pueden ocultarse entre algunas redes.
Salen con el botín en el pico, son pequeños trofeos que a las gaviotas les levantan los ánimos y a él, al cormorán, solo le sirve para jugar. Ahora nada mientras ellas se ríen con volumen. Él ha conseguido lo que necesitaba, ponerse en marcha absorbiendo un poco de agua entre sus plumas. Muestra el pescadito que no para de agitarse con desesperación, es una excusa, ni siquiera va a ser el almuerzo de nadie.
Se gira al muelle y allí las ve en posición chulesca, con el buche gordo de lo capturado y él en un arranque tonto escupe al indefenso, que sale nadando todo lo que su susto le deja. Ya los tiene, a todos, los tiene pendientes y el sol empieza a verse entero, soltándose de la línea que lo agarra, la que no le deja correr.
Da dos vueltas, gira sobre sí mismo flotando con suavidad, para no despertar sospechas. Hace un gesto y toma el vuelo, le cuesta, ahora pesa mucho más y no podrá alcanzar la altura anterior; las gaviotas gritan emocionadas, continua el juego, y esta vez será para humillar al contrincante, esta vez volverá con las alas gachas, como tiene que ser, como ha sido siempre en los juegos entre las gaviotas y los cormoranes, aunque no lo recuerden.
Los suyos ya despertaron y en el aire lo vieron, no se emocionan, lo conocen, conocen todos los trucos aunque no los usen. Los cormoranes son viejos marinos, capitanes de las naves quietas de todos los puertos, ocupantes de las rocas y las copas de los árboles si los hubiera, ellos son los cuervos del mar.
Allí, abriendo alas, lo ven llegar a lo más alto, se le nota el esfuerzo y ellas, las gaviotas le ríen la valentía, se ríen del esfuerzo y ríen pensando que volverá a explotar en las aguas para salir airoso con un pequeño pescado. En este puerto hace mucho que no se ven buenas piezas.
Otra vez hay estruendo, todos miran, todos quieren ver el final de este duelo. Es un duelo de aves del mar, muchas veces visto y pocas contemplado. Hasta el sol se eleva para ver mejor a las criaturas.
Un impasse, un silencio, un tiempo largo sin respiración. Ellas ya van saliendo, muestran mediocridades de buen tamaño, coleteos de pescado azul que huele nada más tomar aire fresco. Sigue el silencio, el negro no sale, lo esperan ansiosos, no sale.
Por fin, asoma un gran pez como lanzado por un impulso descontrolado, vuela. Los peces pocas veces vuelan, este vuela poco; seguido, tras el, un gran pico le abre las puertas y es cazado, que no pescado.
Se toma un buen rato para que todos lo vean, lo gira, lo muestra y poco a poco va entrando en la cueva del cuervo. Desde el borde de un barco las gaviotas, los gorriones, un gato y dos marinos miran la escena.
Hoy el juego de la valentía la ha ganado el cormorán y ni todos sus hermanos que ya llegan a ver si tienen la misma suerte, olvidarán el acto. Nadie lo olvidará hasta la próxima noche en que el tono claree y el sol esté presente.
Fin.
Altea, 12 de abril,2014.