Caminaba el hombre cabizbajo, pensaba en sus cosas, esas que no le resultaban fáciles y que si bien le había propiciado tener algo de fama y mejor posición social, para él y los suyos, les había perjudicado.
Era curioso verse así, nunca se lo habría imaginado y jamás habría sido un deseo que pedir a un genio. Pero ahora, ahora lo tenía asumido y no sabía muy bien qué hacer.
Este hombre rezumaba, sudaba extrañamente.
Se levantó una mañana como otra cualquiera; medio dormido se implantó las zapatillas que esperan ser ocupadas durante toda la noche, siempre se levantaba antes que el sol; abrió la puerta de la habitación para salir al pasillo, sintió algo de frío y aceleró al cuarto de baño.
Allí tenía un pequeño calefactor que le permitía poder entonar el cuerpo, prepararse para bajar al trabajo, un quiosco pequeño con prensa, tabaco y chucherías. Poco a poco el calor le hizo darse cuenta de que el día había empezado, lo mismo que la rutina diaria.
Se quitó la chaqueta del pijama y de reojo miró al espejo para encontrar lo de todos los días, un hombre maduro. Sabía que era normal pero no podía dejar de extrañarse porque veía que cada día poseía menos pelo en la cabeza y más en el pecho, justo ahora que tenía menos posibilidades de acercarse a la playa y demostrar lo bueno que era nadando. Puso los brazos en tensión, como si fuese un forzudo, esto era casi un ritual, le hacía gracia ver esas miserables bolas que le salían y que le producían risa, la risa personal, la que nadie te induce, es toda tuya, tú mismo eres el chiste y el que ríe con él. Pero hoy, hoy se vio unos pequeños ronchones en los sobacos, no les dio mucha importancia, es posible que fuese alguna nueva reacción a la tinta de las revistas que le daba picor, o quizás a alguno de esos caramelos que solía probar. Su mujer no paraba de reñirle por esto, pero no podía evitarlo. Cada vez que un niño se acercaba y hacía un comentario sobre tal o cual dulce, se le salivaba la boca y sin dudarlo se abalanzaba hacía la caja y degustaba aquel pequeño manjar.
Lo que más le gustaba del aseo diario era el cepillado de los dientes, la limpieza de la boca le importaba poco, pero eso de empezar el día con un sabor a menta le agradaba y lo dejaba para el final, incluso después de haberse medio bañado en colonia.
Notó algo raro en los sobacos, algo frío le produjo sorpresa, pero no fue hasta que terminó lo de la boca que se miró a ver que era aquello.
Una pasta blancuzca, fina, un poco pegajosa salía de su piel; la toco con el dedo y se la acercó a la nariz solo por si esto le daba algún dato de que podía ser ese sudor espeso. Olía como… igual que la pasta de dientes, tanto era así que se la acercó a la boca, sabía a dentífrico, exactamente a lo mismo que acababa de usar. No se lo pensó mucho, se limpió y volvió a ponerse el pijama, apagó la estufilla, la luz, tomó aire y regresó al cuarto para seguir vistiéndose, para disfrazarse de eso que era durante todo el día, un quiosquero simpático que vendía tabaco y caramelos.
Este fue el inicio, ya lo había contado doce veces a los médicos que no hacían más que importunarle. Le habían sacado tanta sangre que podían rellenar un muerto, y pruebas, las malditas pruebas le tenían medio bobo. Hoy había tocado algo sencillo; en ayunas pis y luego un frotado, como en las películas, con un bastoncito raro le querían mirar el genoma. Muestras de pelo, de heces, de uñas, de piel, de todo lo que se pudiese sacar, algo que les contase qué era lo que le pasaba.
Ya no aguantaba más. Maldecía la hora en que los suyos, los vecinos y los clientes le habían visto sudar. Hasta la televisión había ido a retratarle, que esto le hizo gracia, sí, pero ahora lo gracioso se había convertido en un asco. Ya no podía pensar en nada, hacía esfuerzos increíbles para mantener su mente en blanco, cosa imposible del todo, porque aquel don, se había convertido en una desgracia y eso que no había dicho todo lo que podía llegar a conseguir, no fuese que al final se lo llevasen a un centro de esos donde tienen a los que poseen algún poder que sirva para las Fuerzas Armadas.
Recuerda la primera vez y poco más, fue caminando de sorpresa en sorpresa y tuvo que disimular unos días para que su mujer no se diese cuenta. Todo el tiempo llevaba la camisa manchada, claro que para que no se le notase se ponía una chaqueta, la que usaba por las mañanas cuando colocaba la prensa, luego dentro del habitáculo no la necesitaba porque allí tenía un pequeño calefactor.
Ahora sudaba casi por cualquier motivo, como si las situaciones le estresasen tanto que no hubiese otra que calentarse y sudar. Si andaba nervioso, cosa que ahora era lo normal, sudaba y empezaba el martirio.
El primer día sudó pasta de dientes, café con leche, tinta de titulares, chicle de fresa y una cosa espesa maloliente que identificaba con su cuñado, el que fue a sustituirle cuando él se marchó a casa a meterse en la cama, porque eso, eso no era normal.
A él y a la mujer les dijo que se encontraba mareado, incluso ella pensó que era una enfermedad rara porque olía mal. En la cama quería dormir y no lo conseguía. Recordó que en algún lugar había unas pastillas que le vendrían bien para la ocasión, en un segundo encontró tres o cuatro debajo de cada sobaco. Las colocó en la palma de la mano, las miró y se comió una, así sin pensar, casi sabiendo lo que hacía o sin saber, pero se quedó dormido al instante.
Desde ese día las cosas habían ido de mejor a mal. Primero ensayó a ver como se daba la circunstancia y poco a poco fue mejorando el sudor. Para poder ir al trabajo se vestía con ropa muy fina y ligera, lo que le ocasionó un resfriado constante. No encendía la estufa, no se ponía cerca de una fuente de calor y solo esas veces en que se sulfuraba era cuando ocurría el milagro. Para él aquello siempre fue algo milagroso, casi mejor que lo que decía el de la frutería que le había dado por contar que los marcianos lo habían abducido, cosa paranormal, decía, y muy normal no era. Había buscado en internet a ver si esto le pasaba a otras personas, pero ni siquiera tenía un nombre, una triste referencia en alguna novela de ciencia ficción. Estaba visto que no había otro igual.
La mujer insistía para que fuese a ver un doctor, la suegra que fuese al cura y todos los que le conocían esperaban poder ver el milagro para decirle donde tenía que ir.
El día que más se asombró fue cuando contaba la recaudación y se dio cuenta de que había bajado la venta. Los clientes se acercaban, lo miraban, le preguntaban por lo suyo, pero no le hacían gasto. Las madres no dejaban a los niños que se acercasen no fuese algo contagioso y el salario empezó a verse perjudicado por aquella cosa extraña que le pasaba.
Se puso nervioso pensando en las deudas y cómo iban a pagarlas y dijo para sí: Bien podía sudar oro… Dicho y hecho, le rebosaron en la sobaquera unas pepitas del tamaño de una lenteja, media docena o así. Se puso tan contento que hizo algo que luego lamentaría, se lo dijo a su mujer, lo que fue causa de no más de un disgusto, hasta que ella, mujer lista que era, se las ingeniaba para que sudase cosas valiosas.
Primero le ponía delante algún catálogo de joyas, mucho oro y piedras preciosas, luego subía la calefacción al máximo y disimuladamente se le insinuaba. Movía las caderas, se agachaba para mostrar el buen culo que tenía, o se estiraba las medías de una manera que nunca antes había hecho. Y él caía como un tonto. En esas ella le decía lo bella que podía estar con unos diamantes, que todo el mundo sabe que son para siempre, menos en esta casa, que eran para un joyero de la calle Mayor que había hecho migas con la susodicha.
Y él venga a sudar pequeñas piezas, casi siempre con formas irregulares, hasta que le puso delante un cartel con las tallas más hermosas de los cristales y por fin empezaron a tener lo suficiente para dejar al cuñado encargarse del negocio y empezar a zascandilear como nuevos ricos.
Cuando llegó la televisión no le pilló por sorpresa, ya los vecinos andaban en envidias y maldecires, y uno que tenía un amigo en un periódico le fue con el cuento del don que poseía y aquel llegó a hacer el reportaje del hombre que sudaba lo que quería.
A esas alturas se había vuelto casi loco. Se levantaba tarde y en el baño no necesitaba nada, solo con pensarlo podía sacar de los sobacos la mejor de las colonias y el sabor más mentolado de una buena pasta de dientes. Allí mirándose al espejo se dio cuenta de que había algo que no podía sudar, la belleza, por ejemplo, o el amor, o la sonrisa… estas cosas no se sudaban.
Una tarde se presentó en la casa su hermana, acababa de tener un bebe y quería que lo conociese. Lo miró con cariño, lo acunó y esperaba que de sus axilas rezumase algo similar a la ternura que le propiciaba la criatura. Nada, no salió nada, pero al rato cuando por fin el crío hizo lo que hacen todos los críos, sobre todo si han comido bien, supo que no era cosa de amor, que la mierda de niño huele bien solo para la madre y para el resto no deja de ser caca. Se rieron de aquel sudor inapropiado, pocas veces esta desgracia suya le había producido tanta risa.
Ya no se le hacía raro sudar lo que quisiese, incluso a veces como era muy buena persona había intentado ayudar a los demás, pero no daba buen resultado. El oro que en lentejas podía repartir a los pobres no era bien recibido, lo que querían era dinero y su mujer no estaba dispuesta a repartir con nadie y eso que ya se había hecho con una pequeña fortuna.
Después de lo de la tele vinieron los científicos, muchos personajes de todo tipo se le acercaban, y casi le agradecía, a ella, que no les dejase pasar. Solo después de que una firma farmacéutica suiza le asegurase un pellizco y apareciesen con un contrato donde le darían una pensión para el resto de su vida, le animó a mirar aquello.
El lo que hubiese deseado era terminar de una vez con aquel modo de vivir, echaba de menos el quiosco, la prensa, los caramelos… incluso había empezado a fumar, cosa que camuflaba bien porque acababa oliendo a otra cosa.
Aquellos suizos se lo llevaron a un laboratorio donde le hicieron mil pruebas, muchas hasta dolorosas y algunas denigrantes, pero aguantó, solo quería saber que era lo que le pasaba y como podía hacer para pararlo.
Cuando terminaron sin saber nada de nada, lo mandaron a su casa y ya no tenía mujer, ni nada de todo aquello que ella había comprado. Se había ido con el joyero y ahora era una señora a la que no le hacía falta que su marido sudase.
Llegaron más científicos y desde suiza mandaron un abogado para comunicarle que de dejar a otros meterse a investigar el contrato se rompería y no habría pensión, ni nada parecido. Habló con un pasante amigo y supo lo que tenía que hacer. Vio llegar a su mujer llorando para que no hiciese locuras, que la iba a dejar en la calle.
Se lanzó al ataque de las mediciones, de los simposios donde se discutía su caso, todo lo más ruidoso posible para que esa guarra que le había dejado se fuese a la ruina. Ella quiso volver, pero él ya no estaba por la labor.
El final fue apoteósico.
Allí llorando, pidiendo el perdón, encendió la estufa, la puso a tope, quería sudar lo que nunca… pero tuvo mala suerte, pensó en ella y solo se le ocurrió una frase brillante: “¡Eres un clavo en el culo!” y eso fue lo que le salió, un par de clavos bien grandes. Le dio uno y el otro se lo guardó de recuerdo, ese era el remanente de toda aquella maldita historia que le pasaba y que había terminado con su vida, la normal, la que él recordaba y deseaba.
No sabía qué hacer con su vida, con su don, si a esto se le podía llamar don. Había sudado oro, medicinas, caramelos y clavos, pero ya no aguantaba más. Había perdido el modo de ganarse la vida, la manera esa en que todos hacen lo normal y se quejan porque desearían tener otras cosas, sin darse cuenta de que no todo lo que se desea te hace feliz.
Estaba aburrido porque ya no le quedaba nada por lo que sentirse útil. Echaba de menos los dulces y la pequeña envidia que le daban los niños cuando los consumían.
Sudó un caramelito pequeño, de color verde que esperaba fuese menta. Se lo comió y descubrió un sabor espectacular, reconoció la dulzura de la amargura, supo que el desamor tiene sabor y que la desgracia o la envidia se pueden solidificar. No llegó al portal, allí tirado se quedó el hombre que sudaba cosas y nunca nadie supo el cómo ni el porqué le había pasado esto.
La hermana mandó que lo enterrasen en una fosa común, nunca le había perdonado que al mirar a su pequeño no hubiese sudado un collar de perlas. Lo singular es que ya todos lo han olvidado, pero cuando alguien sin familia se acerca a estas fosas, en honor a los desconocidos, puede oler las mejores flores que jamás se dieron en cementerio alguno y es singular el que cada uno las huele según sus gustos.