¿DÓNDE LAVAN LOS DE LAS PELÍCULAS LA ROPA?
Mi primer beso se lo di a mi hermana, encima de un traje de María Antonieta. Me molestaban los abalorios que se me clavaban en las rodillas.
La mayoría de los chicos jugaban, tenían balones o muñecas. Nosotros teníamos ropa. Nuestros padres poseían una pequeña lavandería a las afueras del pueblo, un pueblo en las lejanas cercanías de la capital.
Cuando hicieron la carretera nueva, la grande, la que llamaban Nacional, un tío mío que plantaba melones en primavera, y que llegado el verano recogía la cosecha, se ponía contento. Los amontonaba en el carro de mulas que tenía y se llegaba al pantano donde los vendía a los veraneantes o se acercaba a la capital y remataba la faena. Era el más viajero que conocían en la familia y a la vuelta contaba las novedades, modernidades que nadie creía.
Venía con lo que parecían cuentos chinos, y soñaba con poder algún día parecerse a todas aquellas personas que disfrutaban de sus melones.
La mañana transcurría lenta, como es costumbre en verano, cuando el campo espera paciente a que el sol trabaje dentro de las plantas y las dignifique, las haga provechosas, dignas de ser recogidas y celebradas. Las mujeres trajinaban ya preparando los almuerzos; los hombres esperaban con su ramita entre los dientes, pensando si estaría peor visto quitarse la camisa o echar más anís al agua fresca del botijo, mientras espantaban moscas y chiquillos que no paraban de gritar.
Esta mañana no iba a ser tranquila; el ruido llegó en Jeep cargado con los ingenieros y topógrafos, se armó un gran revuelo, incluso la sobrina del cura hizo sonar las campanas presa del pánico. Los chiquillos corrían intentando tocar la estela de humo y polvo gritando enloquecidamente; siempre hacían lo mismo cuando llegaba un vehículo que no estuviese tirado por mulas. Los recién llegados daban un poco de miedo porque parecían militares sólo por las ropas y los trastos que traían. Olvidaron la hora que era y todos los del pueblo llegaron a la plaza con caras de susto. ¿Qué pensarían aquellas gentes al verles? Siempre era lo mismo a poco que pasase, todo servía para la algarabía, como si estuviesen esperando la llegada de algo bueno, algo mejor que el comer.
Los del Jeep hicieron tierra con aquellas botas militares que brillaban; preguntaron por el alcalde, que para no perder comba estaba asomado al balcón de su casa, que era también el ayuntamiento, lo normal en estos años.
Se metieron en la casa de éste por la puerta partida del portón corralero; esta casa era importante, tenía hasta dintel coronado por un imaginativo escudo que nadie sabía a quién pertenecía, tampoco se habría podido saber de desgastado que estaba.
Hablaron con el alcalde sobre lo que venían a hacer, no tardaron mucho tiempo. Salieron todos. Los extraños se metieron en el coche, y en la calle quedaron los críos, los vecinos y el alcalde, que se dedicó a contar a diestro y siniestro las buenas nuevas.
El señor alcalde vio un gran futuro para el pueblo. Tan bien se lo habían explicado, que ya imaginaba una población multiplicada, llena de comercios, y hasta podría hacer la tan deseada alcaldía. En ese momento se usaba su casa como tal. Sin ganado y bien encalada, claro. Servía para todo la vieja casona: cartería, dispensario ruinoso y almacén. La escuela no tenía mejores recursos, usábamos una habitación bastante apañada. Allí habían preparado muchas matanzas en San Martin, fue una vieja cocina donde se juntaban varias familias para organizar y dividir el puerco que mataban cada año. Tenía ventilación, buena luz y una chimenea que era hogar y nos mantenía calientes. Se agradecía llegar y recibir como “buenos días” el aroma a grasa y chorizo, no se puede describir el ruido de las tripas de todos a estas horas. Algunos sólo habían desayunado una taza de leche con orujo, nunca suficiente para calmar el frio invierno del lugar.
La idea nueva que alegró al pueblo no podía ser más provechosa: el gobierno compraba las tierras, e incluso darían trabajo mientras se estuviese haciendo la nueva Carretera Nacional.
Mi tío había contado muchas historias, traído algunas revistas que, de no ser por este sueño de asfalto, seguirían viéndose lejanas. Ahora el futuro parecía estar más cerca que nunca y a todos beneficiaba; hubo muchas reuniones y por fin se repartió la tarta.
Mis padres no tenían muchas tierras y tampoco pasaba por encima la tan deseada obra, justo quedaba a un lado. La pequeña finca lindaba con la del hermano de mi padre, mi tío Manuel, llamado “Joray, el viajero”, que sí tuvo la suerte de ser adquirida y no toda, algún pedazo aún le quedaría libre para seguir plantando unos pocos melones.
El tío Joray, que siempre estaba dispuesto a un avance, sintió que la vida se volvía grande, tuvo una revelación y con el dinero que le dieron hizo una casa; una gran casa que sería el primer bar del pueblo. No fue la única que se hizo, muchos aprovecharon para agrandar o arreglar las suyas y comprar ganado o maquinaria nueva. Se montó un colmado. Donde se instaló un refrigerador, podías comprar hasta embutidos y cerveza.
Con ayuda del cura el alcalde marchó a la capital a pedir mejoras al ministerio correspondiente y al poco tiempo tenían en el pueblo una cuadrilla de obreros levantando lo que hoy llamaríamos un complejo cultural. Para la instalación se clausuró la era pequeña que quedaba en un promontorio, con lo cual el nuevo edificio quedaría a la vista de todos, incluso de los pueblos vecinos.
Un Teleclub.
El edificio, de dos plantas, tenía tres partes bien definidas. Una parte sería la nueva escuela, con dos aulas grandes, y en la planta superior, la espaciosa casa para el maestro y toda su familia, que gracias a esto, ya podía ser grande. Seguía un frontón cubierto, que en estos años era más rentable hacer frontones que campos de futbol, y, por muy desconocido que fuese el juego, plantaron uno en la mitad de pueblos de este país. No estaba mal, porque con el nuestro, conseguimos también tener un lugar para la música en las fiestas, o un cine donde tenías que aportar la silla si querías sentarte. Y el famoso Teleclú, que ya contaba mi tío lo tenían en otros pueblos; el trabajo de aquellos hombres y de alguno de los nuestros en la construcción, cundió en poco tiempo, al compás de la carretera estaba ya medio terminado.
El bar con una barra larga y altísima, a mí me parecía altísima; nunca pude pedir nada apoyado en ella, ni siquiera de mayor. Tenía algo que llamaba la atención más que el frontón, la alcaldía o la nacional. Tenía una televisión: una gran caja de madera situada en lo alto, para que se pudiese ver bien desde todas partes del local. Si alguien piensa que un bar es un sitio de encuentros y charlas…, que lo olvide. Aquí se reunía todo el pueblo y, al unísono, alargaban el cuello y levantaban la cabeza mirando a un sólo punto. A veces se oían voces de asombro, otras aplausos, siempre bocas abiertas por la expectación que proporcionaba aquella caja que emitía en blanco y negro.
Mi padre dejó el campo cuando mi tío acabó su bar de carretera. Oía contar los sueños de éste con cierta envidia.
Al poco tiempo él también colocó una televisión, incluso una máquina de discos que, por una moneda, podías escuchar la canción que quisieras. Y la gente danzaba de un bar a otro. Habíamos pasado de no tener nada a ver un mundo lleno de posibilidades que nos decía que ya no estábamos tan lejos ni tan olvidados. La vida del pueblo estaba cambiando, visto desde el momento, creo que para bien, por fin teníamos lo que en Madrid, aunque fuese de a pocos y sin tanto barullo.
Y una vez al mes, menos los meses de frio invierno, venía un camión, y todos corríamos al “Teleclu”. Llegaba el cine. Aquello era un sueño en gran dimensión. Todo tipo de películas en color, cosa que con las televisiones no se conseguía, y con aquel sonido especial que nos daba la sensación de tener la acción al lado. Cuántas sentadillas en el frio suelo comiendo pipas sin parar. Los mayores, silla en mano, pagaban y se colocaban según iban entrando. Y los bocadillos, la bebida…, aquellos polos, ahora podíamos comer helados, que siempre nos sabían a poco o el chicle que nos pegábamos en la frente mientas comíamos las pipas.
El tío Joray tenía grandes sueños, y aquello que hizo se le quedaba pequeño. Volvió a llamar a los obreros y construyó un anexo a la casa con tres plantas, una edificación sencilla, sin mucho atrevimiento.
Ahora el pueblo tenía un hostal.
El quería un hotel, uno con bonitas letras como había visto, pero no podía ser. Los funcionarios no entendían por qué debía haber un hotel en un pueblo tan pequeño, y sólo llegó a hostal: el Hostal Nacional. Tal y como andaban las cosas en el país ponerle un nombre así siempre le daría más prestancia al negocio.
Mi padre seguía trabajando en el bar para su hermano y ahora también lo hacía mi madre. No le gustaba mucho el trabajo, ni siquiera pensando en la comparación, no se acostumbraba. Eso de tener que abandonar su casa a una hora y regresar por la noche era un no tener casa. Lo de cobrar un salario le parecía mejor, pero tenía en la cabeza que trabajar para otro se acompañaba de la necesidad de pagar cosas que hasta ese momento no habían necesitado, ni aunque fuese para poder ir a trabajar.
En el hostal madre se encargaba de limpiar las habitaciones que se habían ocupado, y la ropa sucia se la llevaba a casa porque eso le permitía pasar unas horas ocupándose de sus quehaceres domésticos. A la mujer le gustaba lavar aquella ropa que nunca se ensuciaba demasiado.
Cada vez eran más los que paraban en el hostal. Camioneros y viajeros que necesitaban tomar algo, comer o cenar, y muchos: dormir.
El cura, don Ramón, se había empeñado en la restauración de la iglesia. Una preciosa pieza del románico que de lejos parecía una ruina.
El curilla se había ido al obispado a pedir dinero para la restauración y le dijeron que no había calderilla, que se las apañase con sus feligreses y éstos estaban en el bar.
El tío Joray estaba tan encantado con su negocio que no dormía. Para ser más correcta la explicación diré que dormía en el bar. Tenía un camastro a un lado en la cocina y allí se tumbaba por las noches, siempre con un ojo abierto por si llegaba un cliente.
Una noche paró allí un pequeño autobús, bajaron todos a tomar algo caliente. No tenía mucho que ofrecer, ya que no esperaba tanta revolución un día, una noche cualquiera.
Preparó un bocadillo con el mejor jamón y abrió una de sus escogidas botellas de vino para el conductor. No le cobró, le invitó y dejó bien claro que si paraba allí con su autobús, él sería mucho más espléndido.
A partir de esa noche una vez a la semana paraba un autobús. Tenía preparado mucho pan y mucho embutido. Su mujer había hecho caldo y tortillas que daban al local un aroma de esos que hacen salivar. Hizo bocadillos, cafés y puso copas. Y el conductor se fue contento.
Al poco tiempo más autobuses paraban en el lugar. Contrató dos empleados más para la barra y dos mujeres que ayudaban a la suya en la cocina y en el servicio del hotel.
A mi madre cada día se le amontonaba más la colada y las pocas ganas de ir a trabajar fuera de casa.
No sólo hacía la colada del hotel. Algunas personas también le daban ropas para lavar y planchar, había cogido una merecida fama de buena lavandera. Y esto sí que le gustaba a la buena mujer; cuando alguien tenía que ir de limpio a la capital, a una boda o ennegrecer la ropa por un luto, se la llevaban a ella.
Mi padre, de tanto ser camarero, tenía algo de dinero ahorrado y pensó que bien podían hacer una pequeña casa al lado del hostal para que a mi madre no le costase tanto trabajar. Hizo una casa pequeña y un gran lavadero en honor a ella. Mirando la nueva lavandería se dio cuenta de que madre no estaba contenta. No pensó que el invierno corta las manos de las lavanderas y que la ropa no seca si llueve. Pidió un poco de dinero prestado y arregló el lavadero con los consejos de mi tío, que como veía el futuro con más claridad que nadie, le hizo poner una caldera de leña. Una grande, que no sólo daba agua caliente, también calentaba una sala para el secado y planchado.
Mi madre era la reina del jabón.
El cura, que seguía con la esperanza de arreglar la iglesia, venia al bar llorando por su pobreza y el abandono del obispado.
Otra vez el tío tuvo una revelación, una grande y santa que bien podía resolver los problemas de aquel pobre hombre y además traer beneficio a todos.
Como uno necesitaba de la gracia de Dios para seguir haciendo negocio, se empeñó en pensar una trama para que este cura siguiese siendo el cliente que bendice la casa. El otro, lo que necesitaba era curarse del pecado de la soberbia. Amén del de la gula que también lo tenía.
Hicieron piña enseguida. Una noche en la que no paraban autobuses se dirigieron a la iglesia. Casi parecían dos ladrones que fuesen a hacer una fechoría. Y lo eran.
La idea de mi tío estaba clara: iban a llevarse la virgen Niña, a la que se tenía en gran reverencia y olvido. Sólo se engalanaba la pequeña capilla donde dormía cuando llegaban las fiestas. Flores y telas blancas. Procesión con velas, y vuelta a casa.
No tenía mucha historia ni valor la pieza, pero era la virgen del pueblo. Si se hubiese preguntado a un oriundo por la razón de aquel culto, ninguno habría podido contar nada porque siempre había estado allí.
El obispado tampoco quería saber nada de la historia, seguramente apostaba porque era un regalo de alguno que pasó a llevarse la cosecha en época de hambruna, sin mayor pretensión que engañar al pueblo como era costumbre.
Envolvieron la imagen en una sabana limpiada por mi madre y volvieron al bar. Unas copas de coñac escribieron la trama. La imagen debía aparecer en algún sitio llamativo del pueblo. No tenían que discutir mucho porque no había muchos sitios donde marcar en ningún mapa.
Joray recordó que, de niño, había un lugar donde dio el primer beso a una moza. El primero y el único beso porque la moza se quedo embarazada, y al poco tiempo se casaban en la iglesia destartalada que más a mano tenían.
La Fuente Fría se iba a convertir en santo altar.
Era fuente porque nacía un pequeño riachuelo de ella, y fría porque, por mucho agosto que fuese, el agua era así, muy fresca y buena.
El nacimiento original era una pequeña cueva, casi un recoveco debajo de unos olmos rodeado de zarzales y otras plantas que a la humedad venían. La caída tenia a los lados una docena de chopos que Dios los pone siempre que hay un riachuelo para decir que allí es el lugar donde el caminante debe parar a beber. El aroma se te metía en los huesos tanto como la humedad del ambiente y esto, no sólo refrescaba, alegraba el ánimo a cualquiera.
Sólo algunos chiquillos y viejos se acercan los días de verano.
Los unos para fumar a escondidas y los otros para llenar los botijos del agua cristalina y fresca que allí nace, esos que ya nadie quería rellenar de anís.
La idea era sencilla: La imagen desaparecía de la capilla. El cura se callaba y esperaba que algún alma se diese cuenta del evento. Cuando esto pasase dejarían que el mismo pueblo diese ideas para la búsqueda y se implicasen en el asunto. Esperaban que nadie mirase en la pequeña cueva, y para eso tenían preparada a la sobrina que era una mujer ya entrada en años, veintiocho y soltera. Pobre Águeda, tan despojada de todo, tan comedida en su vida, siempre desde que recordaba había vivido en la casa del cura, llegó en un cesto sin otra nota que una estampita de San José, una que el párroco repartía entre los feligreses, sobre todo las feligresas. Tenía dos modelos a regalar: Una era la clásica en papel malo, con colores desvaídos y la otra con dorados en los cantos y unas letras en latín. Ésta última era la que regalaba sólo en ocasiones realmente especiales a santas madres, santas hijas o santas cariñosas. Se quedo en la casa con el nombre de “sobrina” y nadie preguntó nunca de dónde había venido; ella también era una aparición, como la santa virgen. Ningún mozo se atrevía a quitarle el cariño al cura.
Lo tenían todo pensado; la mujer no bebía vino nunca porque le sentaba muy mal. A poco que bebiese, la borrachera era tan fuerte que no recordaba absolutamente nada de lo que había hecho. Eso lo sabía muy bien el hombre que se la beneficiaba cuando el cuerpo ya no aguantaba más el celibato. Y, lo que era mejor, si antes de que se cayese redonda le repetías alguna frase un par de veces, diez, quince…, ella era lo único que recordaba al despertarse.
Pasaban los días y nadie aludía la falta. De mientras, mi tío, que ya digo era visionario, andaba en tratos con el dueño del campo anexo a la fuentecilla. La misma no la podía comprar por ser lugar cedido al ayuntamiento por algún conde duque en los tiempos de Maricastaña y ahora explotada por una familia que pagaban el alquiler al alcalde.
Ya tenía los papeles listos y previsto el viaje al notario con el amo, el responsable, el que antes que él se lo había apropiado.
Por la mañana bien temprano llamó al Matías, que tenía una camioneta y la usaban a modo de taxi o transporte para lo que fuese menester. Se fueron a la capital a terminar con los papeles.
A la vuelta se encontró con la noticia del año: La virgen niña había desaparecido. Todo el pueblo reunido en el ayuntamiento clamaba a las autoridades para que pusieran remedio ante aquel desmán.
Nadie había visto nada, ni el cura ni la sobrina. No sabían cómo se había realizado el hurto. De serlo, porque nadie forzó la puerta. Una de las mujericas que se acercaban cada día, más a sentir el fresco del interior de la iglesia que otra cosa, una de ésas que quieren la bendición por todo lo que hacen o lo que van a hacer, descubrió la falta. Menos mal, ya estaba pareciendo triste el robo.
Al atardecer Joray regresó al pueblo y lo que se encontró le dejó perplejo. Un montón de vecinos se agolpaban en el atrio, hablaban entre ellos con caras de preocupación.
En ésas estaban cuando el sacerdote, puesto de rodillas mirando al cielo, pedía perdón a gritos. El tío casi se muere de un telele viéndole llorar a lágrima viva. Un feligrés le pasó un vasito de orujo para que se repusiese; sólo al tercero pudo obtener resuello.
Miró fijamente a los aldeanos y les dijo que bien podía ser culpa suya. El olvido hizo que la virgen desapareciese, un castigo divino por tanta desfachatez. Cuando un cura señala con el dedo, todos sienten que la culpa recae sobre sus lomos.
La mayoría de las mujeres lloraban y algunos hombres, aunque disimuladamente. “Este pueblo está maldito”, dijo muy serio “Este pueblo estará maldito hasta que no se encuentre a la virgen Niña. Hasta que no se le construya una iglesia digna de la Madre de Dios.”
No perdieron el tiempo y se pusieron a buscar. Hicieron cuadrillas que salieron por todos los caminos. Miraron por todas partes, las habidas y por haber, y no la encontraban.
Joray, en la capital, no sólo había ido al notario para aclarar lo de las tierras. Había ido a la ferretería a comprar algunas cosas que necesitaba. Entre otras, había adquirido klein, nadie que no sea versado en química de los pigmentos podría saber el uso que se le daba a este material, pero nuestro prohombre no sólo daba buenas comidas y habitación a los que llegaban por la Nacional, también los escuchaba y aprendía.
Cogió uno de los botijos que siempre tenía a mano, le metió el Klein y esperó.
El cura ya había llevado a su casa una buena botella de anís. É se que tenía un mono, que servía de instrumento en las navidades y, sobre todo, la bebida preferida de su sobrina.
“Vamos mujer, que hoy he llorado mucho, acompáñame.” Y un vasito triste se bebe. “Venga que tenemos que rezar para que aparezca la virgen.” Y otro vasito que cae. “El último, y nos vamos a la cama…”
La pobre chica ya casi no se tenía en pie. Esta vez, nadie jugaría con su cuerpo, sólo con su vacía cabeza.
La virgen está en la fuentecilla. La virgen está en la fuentecilla. La virgen está en la fuentecilla… una veintena de veces repitió el cura la frase. Así, hasta que vio que la moza roncaba plácidamente en su cama.
Al día siguiente, cuando el gallo hacía lo propio y con el cantar espabilaba a la concurrencia, se levantó, tenía la cabeza embotada; calentó las gachas para el desayuno y despertó al señor cura. Casi no le da tiempo de tomar los primeros sorbos que ya estaban esperando al sacerdote a que se preparase para salir a buscar la preciada imagen. La chica preparaba café y se guardercía al calor de la encendida cocina. Tenía la esperanza de que los que esperaban en la entrada no se diesen cuenta de la tardanza que culpa suya era.
El cura no dejaba de mirarla ansioso por ver si esta vez también había dado resultado tanta repetición. Le pasó el cuenco y le ofreció un pedazo de pan… ella tomó el suyo, y estaba a punto de dar el primer y caliente sorbo cuando dio un respingo y dejó caer el caliente líquido por su pecho. Esto le hizo dar un grito agudo que llamó la atención de los visitantes que se acercaron presurosos a ver qué pasaba.
Allí, con el café por el pecho, las miradas puestas en ella, soltó la frase con palabras entre cortadas…”La, la… virgen… está en… la fuentecilla”.
Todos callaron porque no daban crédito a lo que acababan de oír… La virgen está en la fuentecilla. El cura se apresuró a decir: “Milagro!”
Y salieron en grupo hacia el lugar.
Por el camino otros del pueblo se les unían, a toda velocidad se corría la voz. Hay palabras como ‘milagro’ que mueven a la gente. Joray y unos treinta más andaban buscando por la zona. Nadie se dio mayor cuenta de que además había un botijo.
El tío debió mirar escrutador a los que estaban. No podía darle el botijo a cualquiera; si se tratara de una mujer, seguro que lo primero que habría hecho es ponérselo en la nariz; si se lo diera a un hombre, habría que explicarle que tiene que llenarlo…, mejor un muchacho bobalicón. El hijo del Manuel, que era amigo de la tontuna y familiar de la ignorancia. Desde luego no podía salir mejor la aventura. Se le acercó disimulando y le preguntó si podía llenar el cacharro.
El muchacho, que todo lo que tenía de tontorrón, lo tenía de servicial, se encamino al nacimiento, puso la boca justo por donde salía más agua y a los pocos segundos comenzó a salir espuma de color azul, por el pitorro, se asustó, y al caer el botijo se resquebrajó, provocando el desparrame del liquido ultramar que corrió por toda la cañada. Alguien empujó al chaval hacia la cueva, y allí la vio. “¡La Niña, la Niña, aquí está la Niña!” Los gritos se sentían desde la otra punta del pueblo.
Cogieron la figura, y el cura la envolvió con su capa. Se fueron hacia la iglesia, unos rezando, otros contando historias de apariciones. Se preparó una misa de urgencia a la que todos acudieron. En el sermón ya se encargó el cura de que aquel “milagro” se tuviese bien en cuenta.
Pronto corrió la voz hasta la capital y llegaron los periodistas que pararon en el hostal Nacional. Unos y otros se encargaron de que aquel pueblo, donde nunca pasaba nada, se convirtiese en algo que pudiese atraer la consideración del obispado para don Ramón, nuevos clientes para mi tío y un nombre en el mapa para el alcalde.
Y el verdadero milagro se produjo. Muchos paraban en el pueblo sólo para que les contasen de primera mano que el agua cambió de color, para decir que la virgen estaba allí, o que la sobrina del cura había tenido una revelación. Se acercaban a verla a la parroquia, a la muchacha, donde ella había tomado el puesto de ser la que enseñaba la capilla y aquellos desconocidos dejaban mucho dinero en los cepillos.
La iglesia se arregló y nunca más este pueblo fue tranquilo. Siempre había alguien interesado preguntando por el milagro.
Por fin mi tío pudo ampliar el hostal y convertir al Nacional en el Hotel Nacional. Todas las habitaciones tenían baño. Algunas, incluso, bañera y cama doble. Había encargado muebles del más puro estilo castellano para la decoración y, como no podía ser menos, mandó llegar desde la capital a un fotógrafo que retrató la fuentecilla, el caño con el agua que previo toque se convertía en azul, la iglesia recién restaurada, y por supuesto, imágenes de nuestra virgen Niña por todas partes.
El terreno que había comprado al lado de los chopos se convirtió en una campa donde los coches podían aparcar, y una caseta que hacía las veces de merendero, sobre todo en primavera y verano, era el dispensario para aquellos feligreses que querían tomar algo fresquito que no fuese pura agua azul. También se vendían pequeñas botellitas para el recuerdo, y como el hombre era honrado a su manera, todo ese dinero recaudado, el de las botellas nada más, se entregaba a la iglesia para lo que el buen cura hiciese menester.
A estas alturas mi madre ya tenía lavadoras para las coladas y planchas grandes semi industriales. Dos muchachas del pueblo le ayudaban en la lavandería, que incluso tenia nombre: Lavandería Niña. Y mi hermana María Niña también corría por todas partes.
En este pueblo muchas mujeres se llaman Niña, y los comercios. Incluso un pastel que tiene una capa de crema azulada por encima y también tiene referencia a este nombre: Niñitas. Aquí, el que no corre vuela, y todos han podido olvidar el cómo se hicieron con el bonito ayuntamiento que tenemos, o el primer bar.
Al poco tiempo el bar de carretera era un referente dentro de los gustosos por la comida de pueblo. Mi tía era una magnífica cocinera, y eso también ayudo lo suyo. La mujer a estas alturas había ido muchas veces a la capital, donde se quedaba impregnada de todos esos platos que los restaurantes finos hacen. Con sólo probarlos una vez era capaz de reproducirlos; si bien el resultado final siempre tenía un toque, un punto azul que los hacía diferentes a todo lo conocido.
Llegó el cine real.
El coche que traían tenía el mismo color que el agua: azul, y eso no creo que llamase la atención a nadie más que a mí. Yo también tuve mi revelación.
Eran gentes del cine que querían hablar con el alcalde para ver si podían rodar allí, porque estaban haciendo una película y necesitaban un pueblo como el nuestro. Era una empresa que había construido unos estudios para hacer cine y televisión, a unos cincuenta kilómetros. Se les dio de comer y se les trató como sólo mi tío sabe tratar a los clientes.
No podía faltar el alcalde en esta importante comida; para la hora del café ya tenían resuelto el tema, y todos quedaron contentos.
Había que hacer unos cambios en las calles, siempre para bien. Le hicieron ver que, tener un pueblo con ciertas características, no sólo sería bueno para el turismo, también ellos podrían utilizarlo para futuras producciones.
Y se hizo. Convirtieron mi pueblo en un increíble lugar de otro siglo. Dieron trabajo como extras a muchos. Otros vinieron a pasar unos días, bien en el hotel, bien en casas de los vecinos, y todos pillaron cacho.
Cuando estaban en plena producción uno de los encargados vio llegar al hotel a mi madre con la montaña de ropa limpia. Y el olor le volvió loco.
Olía especialmente bien la ropa recién lavada de la mujer. Ella tenía un secreto para hacer que estuviese esencialmente limpia y oliese tan especial.
Nunca se lo dijo a nadie, pero cuando enlacé esta historia caí en la cuenta. Aquello que trajo mi tío para hacer el milagro de la virgen niña, Klein, se lo encontró mi madre. Y seguramente pensó seria jabón o algo similar para lavar la ropa. Y lo usó… vaya que si lo usó.
El hombre que instaló las primeras lavadoras también le suministraba los productos para la lavandería, y era conocedor del milagroso elemento. Simplemente venía con el pedido una vez al mes.
El hombre preguntó si había algún problema a la hora de llevarle la ropa que usaban en la película, aun siendo especial, llena de oropeles y cristales brillantes o esas veces que la falsa sangre remata una escena. Para mi madre no pudo ser mejor momento, se aburría de tanto lavar las blancas sabanas del hotel y siempre agradecía algo que se saliese de la norma.
Aquel encargado del atrezo en la película quedó encantado con la colada y pidió ser cliente de tan buena lavandería. Mi madre se excusaba diciendo que ella no sabía cómo lavar esas prendas tan raras y de materiales diversos. Eso no era un problema. Tenía una sastra que, a su vez, tenía una amiga que le explicaría lo que era necesario para el lavado y planchado de estas prendas.
Mientras duró la producción estas mujeres iban y venían por mi casa como si fuese la suya. Una de ellas era madre de artista y animaba a mi hermana a que entrase en el mundo del cine, lo que ella, que era una presumida, tomaba con entusiasmo y se pasaba todo el tiempo fantaseando que de mayor… quería ser artista.
Muchas prendas raras entraron en la casa o descansaban en el almacén de la lavandería. Nos solíamos meter ella y yo, jugábamos a disfrazarnos y a hacer teatros como lo que veíamos en la televisión.
Recordaba aquellas películas que ya no ponían en el frontón, y las revivía con estos trajes. Si ella era la princesa, yo era el soldado salvador. Si la santa, yo el romano salvador. Siempre éramos parejas que jugaban a salvarse.
El día era lluvioso y frio.
Los del cine, los pocos que quedaban en el pueblo, estaban en el hotel jugando a las cartas y bebiendo. Mi padre les atendía como de costumbre y mi madre andaba en la cocina con la costurera y su amiga. Nosotros hacíamos teatro en la lavandería.
Ella estaba especialmente bonita. Querer ser artista le sentaba muy bien, incluso se había pintado los labios con un rojo intenso, y los ojos tenían una larga raya que les daba un aire oriental. Yo me había puesto una casaca y ella quería ponerse el vestido de María Antonieta, por eso se había quitado el suyo.
No me había fijado, pero tenía un cuerpo como el de las actrices de las películas. El cine nos envolvió. No nos dejó de la mano. Seguimos todos los pasos que conocíamos de las películas y nos inventamos los que suponíamos seguían. Allí, clavándome en las rodillas las lentejuelas de un traje de época, besé a mi hermana, y fue mi primer beso y su primera película.
Y fin.