En cierta ocasión entré en casa de mis padres; ya no vivía allí, llevaba dos años felizmente casada, en mi propio nido.
Ese día salí, tomé el autobús sin pensar y acabé en la calle donde crecí. Me vi de niña jugando a saltar las losetas, me prohibía tocar las de color oscuro y solo las escasas blancas eran mi territorio… Salté dos, tres veces, hasta que vi a la vieja portera del 43 mirando como siempre lo había hecho, acusando por algo, por vivir. Olí a caucho y aspiré; escuché el ruido que hacen las máquinas neumáticas del taller de enfrente, ahora mucho menos que antaño. Sonreí al anciano librero que se sienta en la puerta de su cochambrosa entrada, siempre lo hizo y supe que ese día estaba allí para mí, para mi propio placer de recordar los muchos ratos pasados dentro. Ese reducto de papel húmedo y usado, que se repartía por unas monedas y que no te pertenecía del todo. Nunca me gustó que dejase marcados sus tesoros; él decía que era para que no olvidemos que las cosas tienen que circular. Los demás libreros de lance, los que tenían comercios grandes y señoriales, ésos, solo recortaban algunas cosas que no les gustaban, revistas, tebeos, libritos enanos sudados… pero el mío se molestaba en hacer que las esquinas fuesen círculos, lo suyo era un aviso, no un descrédito.
En los sitios que llueve, mojarse es lo normal, pero como en todas partes, la lluvia hace que aceleres la marcha, en un intento de no empaparte. Llegué al portal de la que fue mi casa.
No tenía llave de la gran puerta, pero a esas horas la portera estaba sacando basuras y se dejaba el portón asegurado con un pequeño triangulo de madera, bien calzada para que no llegase a cerrar. Entré y subí a mi casa, por las escaleras, porque me gustaba contarlas para saber que no habían crecido. Llamé al timbre a la vez que decía: “Soy yo” como si esto fuesen palabras mágicas.
Nadie me abrió, no se escuchaba ningún ruido por lo que pensé que mis padres habían salido. No llevaba la llave encima, pero sabía dónde estaba la de reserva, esa que de críos tantas veces usamos por pérdida de la otra. Había hasta cuatro cerraduras en reserva para estos casos, cuando se perdía una llave, se ponía otra y si volvía a pasar lo mismo, otra. Debíamos de ser unos desastres para perder tantas veces las llaves.
Entré y me entretuve en ver que no había ruidos, que olía al perfume de mi padre mezclado con el de mi madre y supe que no hacía mucho que habían salido. Los paraguas no estaban, así que llegué a la conclusión de que tendrían para un rato largo.
Lo primero que hice fue entrar en lo que fue mi habitación ahora convertida en un miserable gimnasio con una bicicleta estática y un andador que no habían sido usados en años. Un montón de cajas, ropas de temporada y viejas estufas decoraban ese lugar que había sido tan mío. Dejé allí el bolso.
La soledad de las casas paternas da miedo.
Lo que de verdad asusta es mi mente en soledad, que hace como si tuviese un aeropuerto a mano y vuela a lugares más divertidos.
En la habitación de mi hermano aún quedaban los libros, la cama, y dos bolsas cerradas que abrí. Eran sus cosas que llevaban ocho años esperando ser recogidas, nunca supimos por qué no quería llevarse sus recuerdos; imagino que se hizo con unos nuevos. En un cajón encontré un fajo de tebeos con las esquinas redondeadas y supe que no nos pertenecían, imaginé que a lo mejor mi querido librero me lanzaba miradas desesperadas para que se le reintegrasen, como si sus enormes pilas fuesen a caer por la falta. Me los llevé al cuarto y los dejé junto a mi bolso, tenía la idea de devolverlos hoy mismo.
En el dormitorio de mis padres todo estaba igual. La misma colcha granate con borlones que parecía más una cortina de castillo que un cobertor. Las mesillas con las lamparitas feas y esas cajas de piel repujada donde metían el reloj o las pocas joyas, mi madre. Ahora también había una novedad. En el cenicero de toda la vida, ése de cristal verde muy pesado, tenían pastillas, estaban metidas en los casilleros pero recortadas, cuadraditos de plata con distintos colorines, que parecían anillos.
Su armario de lavandería, con aquella manía del hombre por tener todos los trajes desde que se casó. Los mantenía intactos, el pantalón, la chaqueta y la corbata correspondiente. Pendían de las perchas con su funda de plástico típica de las lavanderías y se les veía desesperados por vivir, me daba que ya estaban más que muertos, que jamás nadie se los volvería a poner, y pensé que si en algún momento llegaban a mis manos los rompería en pedazos, eran las capas muertas de mi padre y de nadie más. Había uno claro, uno que recordaba cuando era niña, ése con el que tengo una foto, y él me tiene cogida en brazos. Lo recuerdo bien, porque el botón de la manga se me enganchó en el pelo y a pesar de mi sufrimiento era más importante que no se rompiera aquella cosa redonda. Agarré la manga, cogí el botón, le di veinte vueltas hasta que se soltó.
Me asusté de mi inconsciente valentía y en seguida pensé qué hacer. Lo cosía, lo escondía, lo dejaba caer como si hubiesen sido las ratas… me lo metí en el hueco que hace el pecho, mis tetas eran lo mejor que tenía para esconder un botón.
Abrí los cajones de la cómoda, las pequeñas cajitas de ella donde guarda sus tesoros, o la de él, que retiene los plazos, los pagos, las averías, todo eso que pertenece a la casa y a la familia. Algunas fotos resaltaban más que otras, sobre todo las de mi hermano que estaban boca abajo. Se ve que no querían ver cómo les miraba y cómo les echaba en cara su tristeza por no devolver los tebeos, que no era eso, pero a buen seguro era sentirse triste y con la necesidad de hacerse una nueva historia.
Llegué al salón y moví un florero solo por ver que no estaba atornillado, toda aquella casa daba grima, parecía que el tiempo se había detenido, y me podía ver corretear, sentada, apoyada, leyendo, mirando… era como si nada hubiese pasado, o quizás todo era un teatro y éste era el escenario, siempre dispuesto para una representación. Las cosas se podían mover, pero nadie lo hacía.
En la cocina tuve que abrir la nevera para ver que allí había gente viviendo. Ni una mala miga de pan, ni un vaso fuera de su sitio. Tanta obsesión no puede ser buena, cuanto menos es aburrida, mortal de necesidad. Hice algo que no me dejaban. Vi la botella de agua a un lado, en la puerta, donde siempre, y bebí a morro un largo trago. No me gusta el agua, pero este trago fue un romper el hechizo, un despertar, casi parecía que fuese vino. Me hizo sonreír por mi malicia, luego reír y al final carcajearme como una loca que por fin se dio cuenta de cuál era su mal; fueron otros los que me la jugaron, ahora era libre.
Con la sonrisa en la cara me fui a la habitación para coger el bolso y los tebeos. Al momento escuché unos ruidos. No eran extraños, los normales de gente que entra en su casa. No podía escuchar bien lo que decían pero no sé por qué me entró miedo y me escondí entre las cajas. Me quedé sin respirar todo lo que pude, pensando que si salía les iba a dar un susto de muerte.
Pasaron unos minutos y apareció el ruido de las cacerolas, el olor a cebolla frita y el sonido de la televisión. Me dije que ahora era el momento de salir, así silenciosa, como un ladrón… Mi padre se levantó, escuchaba cómo se acercaban sus pasos y mi corazón se paró completamente. Iba al váter a mear, casi bendije el ruido del poco líquido que echó. Al cabo de un rato sonaban los ruidos de los platos, no iban a comer en la cocina, lo hacían sentados frente al televisor. Cuántos años peleando para que esto pasase y nunca jamás, ni siquiera la merienda pudimos hacerla de esta manera. Ahora que podía pillarlos infraganti, no me atreví a moverme.
Nadie sabe lo despacio que pueden comer dos adultos mirando las noticias, los deportes, el tiempo y los anuncios… más de media hora para terminar algo que el médico les había recomendado menguar. Llegaron los postres. Que si quieres manzana o melocotón, que si no hay otra cosa, que si te aguantas con lo que hay… Otro viaje al váter, este hombre tiene la próstata delatora, tantos años disimulando el alcohol y ahora lo sé, bebía como un cosaco. Esos pómulos, esa nariz sonrosados, no era el fresco del atardecer; ni las bromas fuera de tiesto era buen humor, era la sangre de toro que tenía en las venas al llegar a casa. Nunca les oí discutir por esto.
A los cafés y de la imaginación de una buena meada, me entraron unas ganas terribles de ir al baño. Me empecé a mover como atacada de un baile extraño, solo movía las caderas, no fuesen a caer las cajas y me descubriesen y a cada minuto peor iba a ser el resultado de ser descubierta. Lamenté no haberlos matado con el susto, no podía más.
En el momento que ella se volvía a la cocina con las tazas y los restos de la comida, me animé a salir a hurtadillas, pensaba que él estaría ya medio dormido y no me sentirían. Saqué los tebeos, doblé el bolso debajo del brazo, mis ganas no me dejaban en paz. Fui a salir y volví a escuchar a mi madre a voz en grito: “¿Te has tomado la pastilla?” El otro, que debía de estar en un mundo aparte, pegó un salto y se encaminó hacia el pasillo.
Otra vez me retrotraje y me escondí como pude. ¿Qué me estaba pasando? Parecía idiota del todo, allí sin casi respirar.
Se ve que había tomado lo que le mandaban y volvía a sentarse en el sillón. Ella también.
En la televisión estaban viendo un programa de esos del corazón, uno donde todos gritan y perrean, casi no podía distinguir quién hablaba, parecía un gallinero. Pensé que ambos se dormirían y nada más lejos.
Mi madre se empeñaba en hablar con el presentador, insultaba a los contertulios y exigía que echasen a tal o cual. Mi padre en ésas se sobresaltaba y le recriminaba la molestia ¡por dios! parecía una casa de locos.
Esperé, me meneé, pensaba en otras cosas, me contaba cuentos, incluso me puse a ojear los tebeos, casi deseando que me encontrasen allí y sin mayores explicaciones salir corriendo al servicio y mear, una meada larga y que le enseñase a mi padre lo que era un desahogo feliz.
No sé el tiempo que estuve, me dolía la vejiga, las rodillas, la cabeza y tenía hambre, pero lo peor era la sed. La boca tenía ese gusto a trapo viejo, algo que era peor que tener ganas de orinar.
Miraba por todas partes. A lo mejor, un cubo, un bote, una botella donde poder relajar mis líquidos… Allí, en una esquina, había un viejo botellero, uno que antes había presidido la cocina, pero se ve que ahora, como otras cosas, lo relegaban a la navidad, que tampoco nadie abría botella alguna, el borrachín de mi padre solo bebía mosto y ella, ni eso.
Solo encontré una botella de ron añejo, una de ésas que uno no compraría por cara y porque te la regalan en la cesta de navidad. Ahora ya no lo hacen, pero antes, cuando el hombre trabajaba solían darle un buen aguinaldo, dependiendo de los beneficios de la empresa. Se ve que ese año habían sido excepcionales y el ron era de los muy caros.
Era caro, pero me hizo un agujero en el estómago y no calmó mi sed. Seguí bebiendo, casi más para olvidar la tontería del día, que para calmar otra cosa. Me puse chula y casi había decidido que meaba en una caja, empezaba a darme todo igual y lo que era peor… me estaba entrando la misma risa tonta, con el mismo soniquete que a mi padre cuando regresaba con la nariz colorada.
Lo bueno del alcohol caro es que o te da una fiesta alucinante o te deja medio lela. Y a las lelas lo que les gusta es dormir. Me quedé dormida y nadie sabe lo que lo agradecí.
Cuando desperté, casi no se escuchaban sonidos, nada. Mi cabeza daba vueltas, mi mente no rulaba, mis ganas de mear se hicieron imposibles de nuevo, pero en la casa no se escuchaba nada.
Cerré la medio llena botella y la escondí como pude. Volví a recolocar el bolso y decidí que me daba igual lo que pasase. Me importaba un pimiento si los iba a matar de un susto, si se enfadaban y volvían a cambiar la cerradura como cuando era pequeña, me daba todo igual.
Abrí la puerta con mucho cuidado, tal y como llevaba horas imaginando, la entorné lo justo para sacar la cabeza y ver qué hacían… ¡No me lo podía creer! estaban los dos sentados en almohadones, sobre el suelo, con las piernas cruzadas. Estaban haciendo algo como yoga. La risa volvió a mi boca y me mordí los labios, dejé la puerta abierta, para que no hubiese ningún ruido que los quitase de esa meditación, me deslicé por el pasillo, olí el cuarto de baño como si fuese el último olor bendito del mundo y llegué a la puerta. La abrí con sumo cuidado y pasé al otro lado con la desgracia de que mi bolso se esparramó por el suelo.
Solo podía hacer una cosa. ¡Soy yo! grité como si tuviese diez años y giré sobre mis pies quedando de nuevo frente al pasillo. Allí los vi saltar de los almohadones, increíble agilidad la suya. Sus caras se pusieron de tonos indecibles tirando a rojo; los ojos parecía estaban viendo un fantasma.
Me hice pis en la alfombra de la entrada, ésa que pone: “Bienvenido a esta casa”
Mi padre se acercó lentamente por el pasillo, me miraba tan extraño. Cerró la puerta en mis narices, hubiese dicho que no me había visto. Repetí: ¡Soy yo! y nadie me abrió la puerta. Pegué la oreja a la madera y nada les escuchaba. Recogí mis cosas del suelo y baje las escaleras. La portera cuando me vio me preguntó si estaba bien, si había podido entrar.
Me extraño esa pregunta, le dije que sí, que mis padres estaban bien.
En la puerta me esperaba mi marido con el coche, hablaba por teléfono y decía que no pasaba nada, que todo estaba controlado, que ya volvía, como cada vez que regresaba a la casa. Decía: “Ella nunca sabrá lo que vale un susto”
Me subí al coche y olvidé. Siempre lo olvido, sé que regreso a esta calle, a este portal y llego a su puerta. Sé que vuelvo a casa mojada, pero no puedo recordar nada más. Hoy hice el esfuerzo y transcribí todo lo que hago, porque llevo una temporada que ni el ron viejo puede calmarme las ganas de mear.
FIN.