Era un hombre que no tenía futuro y era por esto que lloraba todos los días, todas las noches.
Lloraba tanto que todo lo que le rodeaba hacía aguas.
Al principio, los vecinos se enfadaban, se les mojaba la ropa, los garajes, los caminos se hacían riachuelos y al final, tenían un charco enorme delante de sus narices.
Lo que en un principio no les gustó, poco a poco fue pareciéndoles mucho más bonito.
El sol se reflejaba, los pájaros se entretenían y los habitantes empezaron a pescar; aprendieron a navegar en los coches mojados, y comían pescado todo el tiempo.
Un día el hombre que lloraba se enamoró, y sin querer dejaron de verle llorar.
El amor secó sus ojos.
Ya todos estaban contentos, pero la alegría duró poco. Si no lloraba, el charco se secaba y con esto se evaporaba la felicidad.
Le contaban cosas terribles a ver si así conseguían volver a tener el agua suficiente, y no había manera, el amor le secaba en demasía.
Se reunieron una noche estrellada, una en la que la luna se reflejaba en el charco como si allí estuviese.
Pensaron y pensaron, nada bueno se les ocurría.
Uno, que había aprendido a nadar, se lanzó al vacío, se acercó a la amada, le ató una cuerda a los pies y esta a una gran piedra, y la tiró al agua.
El muchacho al enterarse, saltó al charco, y con un palo empezó a tocar el fondo a ver si podía localizarla… y lloraba, lloraba amargamente.