Lo que más me gustaba de él era que todo parecía diferente… escuchaba con la boca, acariciaba con la lengua y veía por las orejas. Todo, todo era excepcional. A veces cuando volvíamos a casa después de una noche larga y luminosa, vomitaba las drogas sobre la acera, antes de entrar, como si fuese un ritual, y luego en la cama, en la cama las echaba de menos. No era capaz de ascender al cielo sin ayuda.
Era una persona llena de rituales, los tenía por todas partes, incluso algunos, esos que siempre sobran, andaban por los cajones, o en las viejas cajas de zapatos que servían de contenedores, y que nos producían risa al pensar que jamás podrían ser continentes en el mar.
Un ritual era la expresión. Servía para animar una conversación o caminar por una ruta perdida, cosa que hacíamos solo en el otoño. ¡Cómo le gustaba el otoño! pensaba que todo el año debería ser así, tener ese aspecto donde se retira lo muerto y aparece el esqueleto. Él se pensaba un ser esqueleto, porque todo lo daba, todo lo mostraba.
Estuvo quieto un momento, escuchó sacando ligeramente la lengua, quería acariciar una música lejana que andaba perdida; la quería para sí, pero no se podía quedar con ella, estiró mucho las manos, tanto que comenzó a andar con ellas y en un arranque de viento, desapareció. No volví a verlo nunca más, ni siquiera cuando mis ojos se posaban en los contenidos de sus continentes de cartón y se iban desplazando hacía los lados, aprendiendo a ver con las orejas.
Mil años viví en su recuerdo, perdí los míos propios, mi fisionomía empezó a cambiar, ya no era yo, era él y solo deseaba despertar y ver un otoño cualquiera para poner mis manos en el suelo y empezar a volar.